XXX Domingo durante el año
La justicia es lo que da unidad temática al Evangelio del pasado domingo (cfr. Lc 18, 1-8) con el del actual (Lc 18, 9-14). Las imágenes de la viuda y la del juez nos colocaban en un contexto de tribunales humanos buscando la justicia terrena; y las imágenes del erguido fariseo y la del inclinado publicano están en el templo en busca de justificación sobrenatural. No se puede rechazar que la figura de Dios como juez es recurrente en la Sagrada Escritura. Las lecturas de hoy nos sirven de ejemplo. Tanto los pocos versos que se leen del Eclesiástico (Eclo 35, 12-14. 16-18) como los del salmo (Sal 33) nos describen con mucha precisión cómo Dios obra la justicia: Él escucha los gritos del oprimido, del huérfano y de la viuda; está cerca de los atribulados librándolos de sus angustias y, si fuera poco también, salva a los abatidos. Una justicia que trasciende los criterios de la terrena.
También Pablo (2 Tim 4, 6-8. 16-18) hace alusión a ese juez justo, que premiará a los que tienen amor a su venida, y los librará de los devoradores leones; expresión de la absurda manera en que se ejecuta la aparente justicia terrena.
La perícopa evangélica inicia haciendo referencia a aquellos que se creen buenos ante la mirada terrena. Resulta que entre las enseñanzas del Maestro está dejar claro que se engañan confundiendo criterios terrenos y justicia divina. Una mirada divina que va más allá de las clases, de las tiesas posturas y de los conciliados cálculos de la corrección y precisión.
Como enseña la parábola ella se alcanza, más bien, con la dolida mirada y con el genuino reconocimiento de la propia pequeñez.
Por eso, entiendo que debemos ser muy cautelosos con las posturas tiesas, intransigentes y cuadriculadas que, al final de cuentas, se amparan en el beneplácito humano. El erguido se enorgullece, el que no se atreve a levantar la mirada se humilla y desde su humillación quedará justificado. Cuidado, entonces con las posturas erguidas. Porque va erguido el que llama al otro fariseo no porque lo sea ciertamente, sino solo por no coincidir en sus criterios. Erguido el que en sus gestiones da más validez al cumplimiento de las normas y las tradiciones que a la vivencia genuina de la caridad. Erguido el padre que exige a sus hijos lo que él no es capaz de hacer. Erguido el que disfruta pleitesías y se regocija cada vez que mencionan su nombre cuidando más la imagen que la autenticidad. Erguido el que en cada conversación tanto su punto de inicio como el de su llegada es el “yo”. Erguido el que tiene síndrome de sol, creyéndose el centro del universo. Erguido el que se cree tan fuerte que piensa que es capaz de construir el camino de salvación desde sus juicios y no como una respuesta a la gracia. Erguido el que con sus narcisismos concluye que Dios le debe la salvación porque hay quienes son peor.
En cambio golpea su pecho el que no busca culpables, sino que reconoce sus propias limitaciones. El que por encima de las imperfecciones de sus jefes y compañeros de trabajo se esfuerza en dar lo mejor de sí y vive agradecido porque tiene dónde trabajar. El que calla los defectos del otro y es capaz de ver las virtudes que posee y desde ahí lo trata. El que aún teniendo potencial no malgasta su triste vida en hacer carreras, sino que transforma cada oportunidad en una ocasión de feliz servicio. El que no se cree bueno por los pecados que no comete, sino que su vida es una respuesta a la urgencia del amor (cfr. 2 Cor 5, 14) y vive percatado que siempre puede amar más y amar mejor.■
P. Ovidio Pérez Pérez
Para El Visitante