Desde su primer palpitar, el corazón del ser humano vive en un amarre inevitable. Sin saber cómo, ni cuando ni por qué, se somete a un anhelo, un deseo forzoso que lo engrandece o lo denigra. Numerosos autores y pensadores a través de la historia han elucidado sobre la pasión del amor. “Sublime”, dicen los más sentimentales. “Un verdadero infierno”, argumentan otros heridos por la experiencia negativa y pesimista. Algunos, quizá la mayoría, se ahogan en su profundidad y se mueren en vida sin darse cuenta de su insaciabilidad.

El amar, desde la dimensión de la fe, es la respuesta humana, engendrada desde su condición divina, (cf. Sal 82, 6; Jn 10, 34). Tantas veces en el arrebato de esa pasión de amor, se cae en cuenta que “el amor es más grande que la vida”. ¡La talla humana no está hecha a la medida! El Creador bien lo sabía y lo hizo con toda intencionalidad.  San Agustín lo expresó diciendo: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti” (Conf. 1, 1, 1). El deleite del que se enamora es descubrir, que, en el atrevimiento de su riesgo de entrega, ha realizado su razón de ser. ¡Ah… la vida y sus incongruencias! Tristes, apenados y emocionalmente desahuciados, por otro lado, son los que, controlados por el miedo, nunca se atrevieron a amar.

Más de lo que uno se puede imaginar, la vida de muchos se perdió en el laberinto de su propia sexualidad. No aprendieron a conjugar el verbo “amar” aparte del verbo “intimar sexual”. Se nace llorando, porque su pertenecer al vientre maternal, ha llegado a su final. El primer dolor humano es el del desgarre de su individualidad. La experiencia humana inicial es la “sexual”, en su sentido más amplio. Si definimos el concepto desde su raíz etimológica, se descubre que la palabra viene del latín, secare, que significa cortar, separar. Es lo que ocurre literalmente, cuando se corta el cordón umbilical. Desde el punto de vista meramente físico, el ser humano se siente, como ser “desconectado”, separado de la madre y la experiencia que le dio la propia vida.

La sexualidad es pues, en su sentido más básico, un reclamar unión, conexión. Su inclinación es rescatar su soledad. Busca compañía de muchas maneras. En otro ser como él, en una mascota, en alguna fantasía que sacie su necesidad, en algún escape que le permita huir.   Desde la psicología, Abraham Maslow (1908-70), por mencionar un ejemplo, define “pertenencia”, como la tercera en la jerarquía de las necesidades humanas. Esta, complementa la sobrevivencia y la seguridad, como las otras dos necesidades, que él señala en su teoría del desarrollo humano.

Cuando el corazón humano se estremece en su deleite de amor, comienza todo un proceso de transformación personal que lo ennoblece y engrandece. Se desata al mismo tiempo y como consecuencia, un dilema interno. El querer pertenecer lo arrastra hacia el amor. Palpa, sin embargo, una inseguridad que sospecha sacrificio. ¿Cuánto debe de entregarse sin que le duela demasiado? Obviamente, la fascinación inicial enmudece este interrogante, que solo sale a relucir, a lo largo del camino y el cansancio de la rutina.

Tanto para el célibe consagrado como para el casado, el convivir en el pasar del tiempo, va creando un escenario de gozo y satisfacción, para aquellos que se han arriesgado a dar el todo por el todo. Cada momento de alegría compartida, desvanece poco a poco el miedo de la entrega total. Por otro lado, cada choque y desacuerdo, abre una nueva versión e interpretación de toda la relación. ¿Se es capaz de aceptar la situación conflictiva? ¿Cuánta capacidad existe de tolerar la incertidumbre del momento? ¿Aquel amor inicial, tiene todavía la persuasión del apasionamiento heroico que le permita tolerar y perdonar?

Se argumenta aquí que la necesidad sexual del conectar, de querer pertenecer, del compartir, no debe darse el lujo de antojos inmaduros.  Estos sin duda, asfixian la posibilidad de un actuar razonablemente. La rutina y monotonía de ese amar con cansancio, son las que desgastan las energías físicas y emocionales que sostienen todo proyecto de pertenencia. En el célibe, es la lucha contra la acedia tramposa, que lleva a una conformidad en la mediocridad. Para los cónyuges, podría ser el estatus quo del minimalismo. O sea, lo menos que se interactúe, mejor. Cada cual cumple su rol, pero sin mayores expectativas de “grandeza en la sorpresa”.

Se estrena otro año en el calendario cronológico del vivir y la euforia puede ser como luces de bengala. ¡Entretenidas, pero fugaces! Al contrario, podría ser sacudión emocional y espiritual, que motive gratitud porque, desde la fe, ese corazón no se cansa de amar y abraza lo infinito que le permite llegar a la eternidad.

(Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.)

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