No cabe duda que la rosa tiene una mística especial que ha inspirado a poetas y cantantes de todas las épocas. El canto a su suave aroma, a su tierna delicadeza, a su pulcra estructura son algunos de los componentes esenciales de las miles de metáforas de los referidos poetas y cantantes. Por encima de todo, también, hay que señalar que, por sugestiva e inspiradora que sea la licencia poética, nunca ha podido esconder la obligada referencia a la fatal espina que acompaña la hermosa flor. ¡Hoy la Iglesia se viste del color de la rosa! ¡Hoy se enciende una vela del color de la rosa! Hoy el rosado comunica que algo distinto está pasando.
El profeta Isaías (Is 35, 1-6. 10), en la primera lectura, nos refiere qué es lo que pasará con la manifestación de la gloria de Dios: una tierra reseca florecida; unos brazos débiles fortalecidos; unas rodillas vacilantes robustecidas; unos ciegos que han visto; unos sordos que han oído; unos tullidos saltarines; unos mudos que han gritado de júbilo y unos exiliados que retornan coronados de rosada y perpetua alegría. El salmista (Sal 145) se encuentra en la misma sintonía de comunicar lo que sucede cuando Dios obra: un oprimido justificado; un hambriento alimentado; un encorvado enderezado; otro ciego con ojos abiertos; unos extranjeros protegidos; un huérfano y una viuda con rosadas sonrisas sabiéndose sustentados por el Señor. El apóstol Santiago (Sant 5, 7-10), por su parte, con el sutil llamado a la paciencia como la tiene el sembrador, invita a aguardar la cercana venida del Señor. Esta invitación supone, literalmente, un cambio con los anteriores morados domingos que involucraban el desconocido y aparente lejano retorno del Señor; ahora, en rosado semblante, con rosada lámpara y rosada vestimenta a esperar el cercano nacimiento del Señor porque como refiere el mismo apóstol: “Ya está a la puerta”.
La presentación de los signos del reino de Dios que ha llegado es la respuesta que Jesús ofrece a la curiosidad de Juan en el Evangelio (Mt 11, 2-11). Es ahora Jesús el que refiere otra transformación: el paso de negras y duras situaciones a rosadas y esperanzadoras condiciones. Y todo eso anunciado, preparado y esperado por aquél que no luce finas vestiduras rosadas; tampoco habita en ostentosos palacios y, con todo, no ha habido hombre más grande que El (cfr Mt 11, 11).
Nuestra vida, quizás, no siempre está aromatizada como las rosas que nos refieren los poetas; quizás, tampoco, está delicadamente armonizada como la referida por los cantantes; más bien, pudiéramos estar sufriendo en nuestras rosadas manos las crueles punzadas de las espinas. Es por ello que será nuevamente necesario prepararnos con ilusión para la venida del Señor en su gloria navideña y, aunque con las manos infinitamente punzadas, seremos como los exiliados que refiere el profeta que retornan coronados de rosada alegría. Nuestro domingo será rosáceo. Es decir, se hará realidad lo que pedimos en la oración colecta: podremos “festejar con alegría su venida”. Aunque los hombres y mujeres de nuestro derredor nos fallen y una y otra vez nos claven las espinas del abandono y la indiferencia en Navidad seremos como el huérfano y la viuda que refiere el salmista que sustentados por el Señor transforman su pesada realidad en rosadas sonrisas.
Nuestro domingo será verdaderamente rosáceo. Y esto porque, como también refiere la oración colecta: podremos “alcanzar el gozo que da su salvación”. No soy poeta, ni cantante… pero en el Señor, también sus rosas tienen la obligada referencia a las fatales espinas: rosada alegría con Su Nacimiento; rojas espinas con Su Entrega; y, al final, blanco domingo lleno de rosáceo gozo con Su Victoria. ■
P. Ovidio Pérez Pérez
Para El Visitante