Dice la parábola que Dios creó todos los perros del mundo. Y en la boca de cada uno puso un magnífico pedazo de carne, con el cual alimentarse. Pero el perro de la parábola nunca se ha dedicado de veras a su carne. Se ha pasado la vida examinando la carne de los demás: “Aquella qué grande es” (nunca ve la suya). “Aquella qué roja es, la mía es jincha” (nunca la ha examinado). Es Sylvia Rexach, envidiando a otras arenas…”. Es el que piensa que la grama del vecino es más verde que la propia. Ha pasado una vida de envidia, deprimido, sin el brillo y el gozo de su compañía. Los perros son diferentes; no es lo mismo un chihuahua que un gran danés. Las carnes son diferentes. Y un día el perro se detiene ante el espejo de las aguas del río y ve allí un perro melancólico, triste, y en su boca un precioso pedazo de carne. Envalentonado abre la boca para pelear por conseguirlo, y se le cae de la boca su propia carne.
No es raro encontrar parejas donde se aplica totalmente la parábola. Siguen pensando en lo que “pudo haber sido y no fue”, y no se aplican a la tarea de aprovechar lo que ha sido regalo de Dios, manjar de proteínas y fuerza, para pasar la vida. Son de los que de repente se dan cuenta de que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”. Conocí una pareja en que el esposo, cegado por la nueva relación en que entró adúlteramente, se dedicaba a despreciar a su esposa, a encontrarle continuos defectos, a una humillación degradante. Al fin se escapó con la otra a vivir en el Norte. Pasado 1 año aquella relación entró en gran deterioro, peleas continuas, humillaciones ahora de ella hacia él. De repente le botaron del trabajo y la mujer le botó de la casa. Volvió entonces llorando a Puerto Rico, en búsqueda de su esposa, para pedirle perdón y volver a su hogar.
Hablando del perro, sabemos que si le regalas un hueso (al perro realengo, ¡no al de alta sociedad!) el animal le encontrará el alimento que tú no adivinas. Hay parejas que viven comparando a su cónyuge con los demás, y no se dedican de veras a trabajar las buenas cualidades que ella posee. Esas existen; por algo se decidió a unir su vida con esa persona. Pero en la tribulación, cuando sobresalen los defectos de todo ser humano (no somos santos), vuelven los sueños estúpidos de lo que pudo haber sido y no fue. Son como el agricultor, enojado con la herencia que le dejó su padre, porque allí no se pueden sembrar ni batatas, y no se ha dado cuenta de que en ese terreno hay petróleo. El problema es que el petróleo, para que sea útil, hay que extraerlo de pozos. Y que horadar un pozo supone una alta inversión y paciencia, porque lo más seguro que no brota petróleo a la primera.
Llegamos a la ironía de que la mujer que tú rechazas porque es descuidada y respondona… hay otros que desean llevársela. El varón que te saca de quicio porque es vago, alcohólico, más dedicado a sus amigos que a ti, hay otras mujeres que desearían poseerlo. Cosas de la vida. Nadie está contento con lo que tiene. La moraleja es que la relación matrimonial, como cualquier empresa de valor, hay que trabajarla. El mangó bajito, o el premio de la lotería, no se logran por generación espontánea. Edison tuvo que fundir muchas bombillas, y volver mil veces al laboratorio, hasta que encontró la que mantenía la luz de forma continua.
Recuerdo un show de buenos cómicos. Tenían que improvisar de repente algo gracioso con un instrumento que ponían en sus manos, por ejemplo, un sombrero. Eran increíbles las escenas más inimaginables y risibles que inventaban. Había talento natural, sin duda, pero también era fruto de toda la práctica que habían acumulado en las producciones cómicas de su vida anterior. Habían trabajado muy bien su profesión. Trabaja también la tuya: la de ser cónyuge inventivo y original…
P. Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante