Hoy celebramos con la Iglesia la Fiesta de la Divina Misericordia. Es un hermoso legado que nos dejó San Juan Pablo II cuando en el Año Santo, que inauguraba el tercer milenio cristiano, canonizó a Santa Faustina Kowalska.

El mundo necesita testigos de la misericordia de Dios. La Misericordia Divina se refleja y actualiza de modo permanente en el Sacramento del Perdón. Es la expresión sublime, plena y transformante de la misericordia de Dios que toma el alma del ser humano para hacerla semejante a Él.

En nuestra diócesis mayagüezana tuvimos un testigo excepcional de la misericordia divina en Mons. Romualdo Ortiz. Fue un siervo de Dios que siempre estuvo disponible para celebrar la reconciliación del penitente con su Dios. Acudían a celebrar el sacramento de la reconciliación muchos fieles, de toda condición: Obispos, sacerdotes, religiosas, fieles. Hombres y mujeres de diversos lugares de la isla y aun de otras latitudes. Representaban toda profesión, toda clase social, raza y situación. A todos asistía con dedicación, a cualquier hora y día, sin importar si pasaba su tiempo de alimentarse o descansar.

Recuerdo que una noche, algo tarde, llegó una persona desesperada. Insistía que quería que Mons. Ortiz le confesara. Le pedía de favor que viniese en la mañana, para no alterar su sueño. Me ofrecí a confesarle yo, pero clamaba que fuese Monseñor su confesor. No hubo modo de hacerle desistir de su empeño. Fui con vergüenza y dolor a levantar a Mons. Ortiz, le pedí perdón por interrumpir su descanso explicándole lo sucedido. Su respuesta inmediata fue, siempre que alguien me necesite no dejes de llamarme, no importa la hora que sea. Aprendí de este insigne y humilde siervo que nuestro ministerio es permanente, que no tiene horarios ni condicionamientos.

En los años que compartí con el ministerio en la parroquia Santa Rosa de Lima de Rincón atendíamos los retiros mensuales que en esa época se celebraban en nuestro salón parroquial. Mons. Ortiz solía estar largas horas en aquellas noches asistiendo los Retiristas, escuchándoles con suma paciencia. Hubo noches que salió de confesar a las 3:00 y hasta las 5:00 a. m. para seguir la rutina del domingo con serenidad y alegría, como si hubiese estado la noche reposando. Fue admirable su fortaleza de espíritu.

La misericordia no está reñida con la justa exigencia de reparación y enmienda del pecado. Mons. Ortiz fue un confesor exigente, en muchos momentos retardaba la absolución hasta que el penitente no diera signos concretos de que efectivamente enmendaba su vida. Una anécdota que recuerdo con alegría tiene que ver con ello. Un fiel que solía acudir con frecuencia a confesarse con Mons. Ortiz llegaba y al conocer su razón de estar en la oficina le decía yo de inmediato, espere un momento que le aviso a Monseñor que usted le espera. En una ocasión me respondió destemplado, no por favor, no le avise, ya no me confieso mas con santos, hoy me quiero confesar con un pecador, me confieso con usted. Le respondí, gracias por el cumplido, y reímos de buena gana. Intuí que en su último encuentro Monseñor le había dado una buena reprimenda.

Es hermoso recordar a quienes fueron signos de la infinita misericordia del Señor en esta fiesta.

(P. Edgardo Acosta Ocasio)

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