En honor de la Santa e indivisa Trinidad, para honra y decoro de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y la nuestra, declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina, según la cual la bienaventurada Virgen María, en el primer instante de su concepción fue preservada incólume de toda mancha de pecado de origen, debido a un especialísimo privilegio de la gracia de Dios omnipotente, con vistas a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto ha de ser sólida y constantemente creída por todos los fieles, (Pío IX: Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1954).
En el fondo es repetir lo que San Agustín decía 15 siglos antes en De Natura et Gratia, 42: “Exceptuando a la Santa Virgen María, acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados no quiero mover absolutamente ninguna cuestión, porque sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer por todos los flancos al pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno…
Ella lo dijo con sencillez: ‘El Señor ha hecho en mí maravillas’”.
La Virgen María fue redimida a priori, es decir, antes de que pecase, en previsión de su misión como madre de Jesús. A aquellos que se empeñen en decir que si toda gracia viene por Cristo, según la Biblia, también a ella le llegó la gracia, lo cual quiere suponer en ella algún pecado, hay que responderles: ¡Pues no! La gracia en ella fue tan grande que la redimió anticipándose a todo pecado original y personal.
Nosotros somos redimidos a posteriori, después de que hemos pecado. A ella no se la dejó caer en el lodo del pecado, a nosotros se nos limpia después de haber estado enlodados en él. Y todo “en previsión de los méritos de Cristo”. Y todo desde el primer instante de su concepción.
Es cierto que no hay ninguna expresión en la Biblia directamente relacionada con este Dogma. Pero también es cierto que hay episodios bíblicos que no quedan claros más que a través de esta verdad. ¿Qué relación había entre la primera mujer del Génesis (Eva) y la segunda mujer (María), la que aplastaría la cabeza de la serpiente infernal? ¿Qué cercanía había entre la primera mujer y el pecado, y la segunda y su Hijo, el vencedor del pecado y de la muerte? ¿Qué clase de enemistades se establecen entre el tentador venciendo a Eva y el tentador vencido por “la mujer”? ¿De qué mujer puede tratarse? ¿Quién puede llamarse kejaritomene, gratia plena (Lc. 1, 28) en plenitud (valga la redundancia), si no esta mujer y de esta manera? ¿Qué mujer puede estar “vestida de sol y la luna a sus pies” más que ella? (Ap.12, 1). El dogma de la Inmaculada da respuesta a todas estas preguntas. Y no hay contradicción entre la Biblia y las declaraciones de la Iglesia. No hay una Iglesia distinta entre la que escribe el Nuevo Testamento de la Biblia y la que declara este dogma; es la misma Iglesia, a la que Jesús le dejó “todo el poder sobre el cielo y la tierra” (Mt. 28, 18).
Si uno pudiera elegir a su propia madre, ¿se fijaría en una enana, esquelética y viroja? ¿Verdad que la elegiría lo más bonita? Pues Jesús, como Dios, pudo, quiso y lo hizo: ¡la preparó la más linda entre las lindas! Yo no sé cómo sería físicamente María, aunque me la imagino como para ganar destacada cualquier concurso de belleza. Pero, a parte de lo que yo me imagine, lo que es indudable es que fue una persona no manchada ni por pensamiento, ni por palabra, ni por obra. Era la más agraciada, la más ke-jaritomene de todas las nacidas de mujer: Inmaculada, llena de Gracia, la más pura y santa. El elemento griego ke- es el prefijo de reduplicación, que lleva una intensificación en el significado del verbo. En el habla hispana sería literalmente la “requete-guapa”.
(P. Isaías Revilla, OSA. | frirevilla@hotmail.com )