Queridos hermanos, hoy los aquí presentes estamos haciendo historia. No de la de los grandes eventos que hacen noticia en los noticieros y en los telediarios del mundo. Ellos tienen mucho taller en las mil tragedias que desgarran hoy la humanidad. Estamos haciendo otro tipo de historia, más modesta, sin ruidos, pero más bonita y significativa. 

Cuando fui por primera vez Madrid hace más de treinta años, me hospedé en el convento capuchino de Jesús de Medinaceli. En su templo, el más popular de la Villa y Corte, descubrí con sorpresa un altar dedicado a la Virgen de la Providencia con una bellísima imagen de vestir, muy parecida la nuestra. Cuando dije a los frailes que esa era la patrona de Puerto Rico, no mostraron ninguna sorpresa. Seguramente no era el primer puertorriqueño que pasaba por allí y les había dicho lo mismo. Además, los frailes que atendieron por 25 años, hasta 1930, la parroquia San Francisco del Viejo San Juan pertenecieron a la Provincia de Castilla a la que pertenece esa iglesia. Así vi por primera vez un altar dedicado a nuestra patrona fuera de Puerto Rico. Pero no fue sino hasta hace muy poco que supe que en 1919 un grupo de puertorriqueños residentes en Madrid había acudido a allí para rezar y celebrar la Santa Misa en su honor, pidiéndole que intercediera por la Isla afligida entonces por el terremoto de 1918 y cuyas réplicas continuaban.

Este hecho me sirve para constatar dos cosas: Primero: un sentido de identidad y pertenencia de aquellos boricuas que sufrían como propias las desgracias de sus hermanos en la Isla. Segundo: Su convencimiento de que la advocación mariana de la Divina Providencia estaba ligada de manera especial a Puerto Rico, y, por tanto, a ella debían acudir en aquel momento trágico para el País. En 1919 todavía no se habían cumplido setenta años de la entronización de la imagen por el obispo Gil y Esteve, pero hay que reconocer, en esa peregrinación al templo madrileño, que la advocación establecida el 2 de enero de 1851 había dejado una huella en los puertorriqueños, a pesar de las graves deficiencias de comunicación y transportación de esa época. No sabemos si aquellos compatriotas estaban más ligados a San Juan que a otras partes de la Isla. Pero es evidente que tenían una conciencia clara de que la Virgen de la Providencia era la Virgen de Puerto Rico y no solo de San Juan, patrocinio que corresponde a Ntra. Señora de Belén. Recordemos que la parte más afectada de la Isla por el terremoto y maremoto del 18 había sido la zona oeste, donde la Monserrate, por ejemplo, era venerada desde hacía siglos.

Es cierto que fue un obispo quien la propuso, pero esto no implica que la impuso. La advocación del Purísimo Corazón de María promovida con gran celo por el capuchino Benigno Carrión de Málaga, sucesor de Gil Esteve, y que llegó a considerar nombrar como patrona, no caló como la Providencia, que él también veneró. Hay datos suficientes para reconocer que aquella advocación logró abrirse paso en la imaginación y en el cariño de la gente.

Se suele destacar que, durante la segunda mitad del siglo XIX, va surgiendo una cierta conciencia colectiva que diferencia al puertorriqueño del español. Sin embargo, la devoción no fue una de criollos contra peninsulares, ni de pobres contra las élites como ahora algunos parecen insinuar confrontando la Monserrate con la Providencia. Tanto las autoridades civiles y las eclesiásticas acogieron esta advocación y la rodearon de signos de respeto y solemnidad, pero también el pueblo la recibió con afecto. Así se narra aquel evento que ocurrió hace 170 años: “En una imponente ceremonia, la talla de nuestra Protectora fue bendecida, con la presencia del Capitán general de la Diputación, de los Cabildos de la Catedral y el Municipio, de las Corporaciones Religiosas y fieles en general. Desde el 2 de enero de 1853 se instaló la imagen en su camarín catedralicio y se comenzó a celebrar en esa fecha la Festividad de la Virgen de la Divina Providencia y el gobierno la declaró fiesta oficial. El año de 1892 la Diputación Provincial la declaró fiesta nacional”

Siete meses después de la entronización el Obispo Gil y Esteve renuncio la mitra de Puerto Rico. Pero lo que podría haber sido un golpe mortal a la devoción todavía reciente, no le hizo mella. Esta siguió cada vez con mayor esplendor, como significando que él solo había sido instrumento “providencial” para introducir una devoción que ya caminaba a paso firme. Solo el cambio de soberanía la pondría a prueba de forma seria, y no solo a ella, pues el catolicismo puertorriqueño, defendido valientemente por los primeros obispos norteamericanos, luchaba por su supervivencia y ellos consideraron la devoción a la Virgen como indispensable para salvarlo.

El obispo Jones, agustino, fue quien sustituyó la imagen original por una de talla, muy hermosa, realizada también en Barcelona. Los casi cien años que ocupó este camarín la convirtieron en la versión conocida y venerada por generaciones de puertorriqueños en miles y miles de reproducciones, hasta que el arzobispo Roberto González Nieves determinó reponer la imagen original el 2 de enero de 2018. Hoy día esa talla se encuentra en Ponce, en el seminario interdiocesano de Puerto Rico que lleva su nombre. Allí nuestros futuros sacerdotes se formarán bajo la mirada maternal de la que desde el 19 de noviembre de 1969 fue proclamada al fin, por san Pablo VI: “patrona principal de la entera nación puertorriqueña”. Confirmando así, no imponiendo, una advocación que nos distingue e identifica como católicos y puertorriqueños. 

Al celebrar este aniversario, hacemos historia, no de la que se escribe con ríos de sangre por las guerras fratricidas, ni por los triunfos siempre efímeros de unos pocos. Es historia más sencilla, la que se escribe con avemarías y procesiones, con obsequio de flores, con canciones y misiones populares. Historia y memorial de una advocación mariana que se quiso incinerar de un fogonazo sacrílego el 4 de diciembre de 1976 pero que hoy sigue más viva que entonces. Y nosotros estamos llamados a recuperar el valor de la Piedad popular, que es la forma en que la gente pone corazón en la teología. 

María, Madre de la Divina Providencia, es nuestra arca de la alianza. No es Dios, sino su portadora. Revestida con el oro de sus virtudes contiene al que es Pan de vida eterna, Sumo y eterno sacerdote y Palabra escrita no en tablas de piedra sino en corazones de carne. Ella ocupa el corazón de la Tienda del encuentro, que ahora es tienda de campaña para curar heridas y recuperar fuerzas y donde los discípulos misioneros caminan juntos al encuentro del Señor. Ella no es el vino de las Bodas de Caná, pero intercede y nos procura el vino con el que Cristo, el verdadero Esposo, nos llena de alegría. Ella es nuestra heroica Judit, que aplastó la cabeza de un enemigo más formidable que Holofernes. Por eso la llamamos: “Tu honorificentia populi nostri”. “Tú eres el orgullo de nuestro pueblo”.

Termino agradeciendo el honor de presidir esta celebración que me permite anunciarles que la CEP ha determinado aprovechar la reunión del CELAM en mayo de este año en Mayagüez, para lanzar un trienio de preparación para la celebración de los cincuenta años de la coronación canónica realizada en 1976, cuando también los obispos de Latinoamérica estaban reunidos en Puerto Rico y fueron testigos de la pena y la alegría de aquel 5 de diciembre. Nuestros antepasados hicieron su tarea, pero es a esta generación a la que toca recoger el batón de la devoción a nuestra Patrona y llevarla a nuevas alturas. María cuenta con ustedes. Nuestro pueblo la necesita, necesita a su Madre. Patrona la llama y a su amparo vive.

Mons. Alberto A. Figueroa Morales

Obispo de Arecibo

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