He llegado a pensar que el mayor pecado de la pareja no sería la infidelidad de un momento, ni el derroche de los bienes, o el vicioso abuso de substancias… El verdadero error, y la única medicina de crecimiento conyugal, es la comunicación. Me convencí un día en uno de nuestros talleres de Renovación Conyugal. Al final una dama confesó: “Sabíamos que algo no nos funcionaba. Buscamos viajes, salidas con la familia. Hemos gastado un dineral en Disney. Ya teníamos pasajes para el festival del merengue en Santo Domingo. Y no sabíamos que la solución era más barata. Fue hablarnos cara a cara y de corazón, como hemos logrado en este taller!” Y yo añadí: “por solo $200 trapos de pesos!”
Por eso considero que la cualidad principal para uno casarse es su habilidad para escuchar, llegar a acuerdos, abrir su corazón y sentimientos con sinceridad y gozo. Una de las causales de anulación matrimonial ‘reza: incapacidad para asumir las obligaciones matrimoniales…’ Y yo abundaría: incapacidad síquica para abrir su corazón totalmente al otro/a porque, es mi persuasión, el matrimonio en la práctica es un continuo acuerdo de mutua satisfacción.
Explico la frase. Uno se decide a casarse porque egoístamente encuentra en esa persona habilidades para llenar sus propias necesidades. Es egoísta, pero así empezamos. Yo tengo necesidades múltiples: Emocionales, sexuales, profesionales… Y entiendo que la compañía de esta persona me ayudará a satisfacer esas necesidades. Pero para conseguirlo debo entender primero cuáles son las que esa persona desea llenar. Y, sobre todo, iluminar a esa persona en cómo ella me ayudaría a conseguir mi objetivo. A lo que se añade el compromiso claro del cómo y cuándo me regalará lo que busco y también a ella.
Ricardo Arjona retrata la triste realidad de cónyuges en su interacción. “Tu me dices, yo te digo, y así empieza nuestra guerra cotidiana; yo me armo de adjetivos, tu conjugas el peor de mis pasados”. Es la reunión sin diplomacia en que dos potencias se reúnen para acusarse mutuamente y buscar la razón de por qué le declararé la guerra armada. Es cuando calamitosamente el cónyuge se convierte en mi enemigo, del cual tengo que defenderme. Atroz final.
Como el de un creyente que apostata de su fe, y termina combatiendo al Jesús que era su salvación y esperanza. Como el tristemente famoso Juliano, el Apóstata. Es el infierno con sucursal en la Tierra.
De hecho, una de las enfermedades que ataca a los casados algunos años después del sí, es “la mudez”. No comento, no cuestiono, no me desahogo, no propongo… El cónyuge se convirtió en un sofá que a lo más sirve para recostar mi cansancio en el. Me comentaba con dolor una esposa: “Padre, mi esposo es la alegría de la calle, el que trae los mejores chistes, el sociable con sus amigos. Llega a casa y no se le oye ni un comentario, ni una queja”. Es la parálisis de la lengua. No sé si será peor esa actitud de ignorar, de no hacer caso, de no participar, que la otra de rabiar, quejarse o gritar. Arjona le diría “Por qué hablamos, y no usamos ese tiempo en darnos besos, en pintarnos con las manos las caricias que queremos y que no nos damos…”.
Arjona se refiere al hablar inútil, al quedarse solo en palabras, o peleas, sin acciones que demuestren evidentemente nuestra buena relación. Es un hablar sin fruto, o con desdén y pelea. Para eso mejor sería callarse y que hablen las acciones. Como dice el refrán: “Obras son amores y no buenas razones”. ¿Por qué no sentarnos en momentos significativos el uno frente al otro, para agradecer algo positivo y agradable sucedido, o manifestar con respeto mi preocupación por situaciones negativas en mi percepción?. ■
P. Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante