En reciente artículo dominical de El Nuevo Día se analizaba el horror de que para el 2050 solo nacerían 1,600 niños. El sueño de los demógrafos y economistas del 1950 se ha hecho realidad. Para desastre de los nuevos demógrafos y economistas. Entonces se resolvía el problema animando a la gente pobre a emigrar, la mayoría a los arrabales de New York (remember ‘La Carreta’), o esterilizando mujeres, algunas sin conocimiento de lo que les ocurría luego del último parto, o probando y facilitando el uso de nuevos fármacos anticonceptivos. El Dr. Frankestein creó exitosamente su monstruo para terror de él y de la población.
No es que la moral católica visione a las mujeres casadas como fábricas de niños, un poco a lo conejo. Gracias a Dios vamos destacando el valor de la mujer como persona, cuya única función no es solo eso de parir. Tal vez se pensase así en otros tiempos de menos desarrollo de nuestro saber. Pero las razones para animar a las parejas casadas a abrirse a la vida, de modo responsable y comunicado, sigue en pie. Por eso, nuestra moral considera nulo un matrimonio que se realice con la decisión clara de ningún modo tener hijos; solo ellos dos solitos, ‘gozándosela’ como dicen. Sería el colmo del egoísmo, aunque para ello se apoyen en razones de cierto peso.
El susto de los economistas es real. Si no hay jóvenes para trabajar y aportar a los sistemas de retiro, ¿cómo cuidaremos a los ancianos de ese nuevo mundo? Porque al perderse un número considerable de población, por escasez de hijos, o por emigración que escapa en busca de mejor calidad de vida, el país se convierte en una gran Égida o un Home de viejos macilentos. ¿Y los políticos cómo construirán el país con identidad propia, con sueños de crecimiento cultural y calidad de vida? Es como el futuro de ciencia ficción, que vislumbraba un mundo sin agricultura, sin alimento, excepto unas galleticas con proteína extraída de anteriores cadáveres. ¡Uf!
La moral católica considera que la fuente de dar vida se debe respetar con los valores que el mismo Creador puso en esa fuente. Frustrarla, y mucho más por razones profundamente egoístas, sería despreciar el regalo divino. Reconozco las angustias que padecen algunas parejas a las que se les hace muy difícil el poner en práctica las reglas que propone esa moral. Dios conoce mejor esos corazones y sus razones reales para proceder de modo no recomendado.
Se entiende mucho mejor cuando son parejas que ya han contribuido a su tarea procreando y llevando adelante a dos o tres hijos. Pero esa no es la realidad actual de los millenials. Los hijos son carga, gastos, dolores, responsabilidades, renuncia de placeres o ‘vida loca’.
Hay otra manera de considerar a los hijos. Bonito sería aquí el testimonio de parejas que han vivido con celebración el momento en que ella exclama ‘estoy embrazada’ como un grito de triunfo, de logro. Que hablen de la alegría de ver crecer a esos hijos, pasar por las distintas etapas, celebrando cumpleaños, angustiados quizá por enfermedades repentinas, recibiendo triunfos académicos o atléticos, abrazándolos, cuestionando sus errores de conducta… Un amigo que dedicó mucho de su vida de padre solo a cuidar lo económico y llenarse de maestrías y doctorados en lo que le gustaba, lloraba el que con tanto éxito personal se había perdido ver crecer a sus hijos.
El mundo bíblico consideraba a los hijos como bendición divina. “Tu mujer como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor”. A esta se entiende, por el contrario, el dolor de las parejas que buscan ansiosamente los hijos, que no les vienen por dificultades médicas. O el de otro amigo mío que rechazó durante muchos años el poder adoptarlos, y cuando se decidió, se quejaba entonces de lo mucho que había perdido por su actitud machista. Recibió entonces el gozo de prolongar su vida a través de esos hijos inesperados.■
P. Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante