Hay pasajes de la Sagrada Escritura que se prestan para contemplarlos en clave deportiva. Este es el caso del encuentro de Jesús con la mujer cananea, narrado en Mt 15, 21-28. Se parece a un juego de béisbol, donde la mujer cananea es la bateadora y Jesús es el lanzador. La gran diferencia que hay en este juego espiritual del otro béisbol que todos conocemos es que aquí Jesús, el lanzador, está siempre de nuestra parte. A veces, esto no lo vemos así y murmuramos como murmuraban los israelitas en el desierto; ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué esto es así? ¿Por qué te pido y…? ¡Nada! A veces nos preguntamos si es que Jesús se olvidó de nosotros o es que está en contra de nosotros. Como decía Santa Teresa de Jesús: “Si así tratas a tus amigos, con razón tienes tan pocos”. Si nuestra relación con Jesús es disfuncional es por culpa de nosotros, que no sabemos leer las señales. Nos gustaría que Jesús nos tirara la bolita fácil o que extendiera la mano y nos la aguantase allí para batearla sin problemas. Nosotros sabemos lo que nos gusta, pero Dios sabe lo que nos conviene. Dios es amor y todas sus obras son actos de amor. Si nos hace pasar por la calle de la amargura es porque quiere sacar lo mejor de nosotros. Es como el buen maestro. No puede sacar lo mejor de sus discípulos dándoles la clase boba y los exámenes que se pasen sin estudiar. No, el buen maestro le exige a sus discípulos con mano de hierro y guante de seda, o sea, con firmeza y amor.
Como todos los juegos tienen sus reglas, en este juego espiritual hay las suyas. La primera regla es que para poderse presentar a la caja de bateo hay que tener fe; fe en Jesús, en lo que dice, en que lo que dice se cumple y fe que se demuestra con obras. Podemos estar seguros que esa fe va a ser puesta a prueba, como fue puesta a prueba la fe de la mujer cananea. Ella viene de la región de Sidón. No era israelita. No acostumbraban juntarse con ellos los judíos. Ella sabe de dónde viene, pero reconoce la grandeza y el poder de Jesús. Se presenta con el bate de la fe y con los ojos clavados en Jesús a la caja de bateo. Pide un milagro. “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio”. Observen que no le dice a Jesús cómo lo tiene que hacer. Solo le expone su problema. Así mismo hizo la Santísima Virgen María en las bodas de Caná. “No tienen vino”. No se puso con aspavientos de: “Mira, hazte el milagrito, mira que yo soy tu madre, que la Ley dice honrar madre y padre, pruébales que tú eres el Hijo de Dios, avanza, que ya se están yendo los invitados, etc. etc. etc…”.
Viene el primer lanzamiento de Jesús desde la lomita de los suspiros. Una curva por la parte baja y afuera del plato. La ignora. “Jesús no le respondió palabra”. ¡Cuántas veces pedimos algo y recibimos el silencio de Jesús y nos desanimamos! Ella no. No se quita. Entonces acercándose sus discípulos, le rogaron, diciendo: “Despídela, pues da voces tras nosotros”. Esto nos debe recordar la comunión de los santos. En términos deportivos es como tener la ventaja de parque o cancha local. Es difícil de explicar al que no lo ha experimentado, pero cuando la fanaticada se mete en el juego con todo el cuerpo y el alma, cosas sorprendentes ocurren. Conviene recordar que siempre tenemos a todos los miembros del cuerpo de Cristo intercediendo por nosotros. Un cristiano nunca está solo. Por algo Jesús nos enseñó a decir Padre Nuestro, no Padre Mío.
Segundo lanzamiento de Jesús. Otra curva por la parte alta y adentro del plato. “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Entonces ella vino y se postró ante él, diciendo: “¡Señor, socórreme!”.
Se postró. Postrarse es reconocer la divinidad de aquel ante el cual uno se postra. Postrarse también representa un aumento en la intensidad de la oración, fruto de una fe que no se deja vencer por los obstáculos. Vamos viendo cómo la acción del Espíritu Santo se va haciendo cada vez más evidente en esta mujer. Empieza como una semilla de mostaza, la más pequeña, que “va creciendo hasta hacerse la más grande de las hortalizas”.
“¡Señor, socórreme!” es como si dijera: “Si no me das lo que pido por ser tu amiga, me lo vas a dar para que te deje de molestar”. O si no, “hay que tener cuidado con lo que se dice y Tú dijiste: ‘Pedid y se os dará”’.
El tercer lanzamiento de Jesús es una recta a toda velocidad no por el centro del plato, sino por el centro del alma. ¡La humilla! “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”. ¡Le ha dicho perra! ¿Y qué hace la mujer cananea ahora? ¿Explota como un petardo? ¡Grosero! ¡Malcriao’! ¡Insolente! ¿Quién se cree que es? ¿A quién se cree que le está hablando?
No. Eso no es mansedumbre. Lo que hace es como si dijera: “Me dieron una gaznatá’, en el cachete derecho, pues, ahora yo voy a poner el izquierdo, y para ir la millita extra y para que no tengas que pasar mucho trabajo, yo misma me voy a dar la gaznatá’ en ese cachete izquierdo. “Sí, Señor perra soy”. En vez de defenderse, se humilla.
Dice Jesús que el que se humilla será ensalzado y en otro sitio dice que Dios da su gracia a los humildes. Así, con la fuerza del Espíritu le contesta a Jesús: “Sí, Señor; pero aún los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Óigame paisano, esa doña ha cogido la recta que le había enviado Jesús y ha bateado un jonrón espiritual con las bases llenas. Todavía deben estar buscando la pelota, pero esa ya entró en la eternidad. De ella podrían decir los cananeos como una vez dijeron los israelitas de Judit: “Tú eres el orgullo de nuestra raza”. Y todos nosotros podríamos decir: “¡Dichosa tú que has creído!”.
Hubiese querido observar el rostro de Jesús ante la réplica de la mujer cananea mientras le decía: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres”. Me imagino el gozo y la admiración que debe haber sentido ante aquella mujer. Ahora podemos darnos cuenta que la negativa de Jesús al principio no era tanto un rechazo, sino realmente una invitación a remar mar adentro, a profundizar en su fe, a salir de la orilla de una fe de capota y pintura para adentrarse en una fe de substancia; en una fe viva, no en rituales vacíos como huesos esparcidos por la boca de una tumba.
Debe servirnos de ejemplo en la oración. Más se consigue con la humildad que con muchas palabras. Jesús nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. La grandeza de esta mujer cananea estriba en que siguió fielmente las enseñanzas de Jesús, desplegando una fe capaz de mover la montaña más alta; el corazón de Jesús. Fue perseverante, intensa, mansa y humilde. Nos enseña que para orar no se necesitan muchas palabras, sino mucho corazón.
(Dr. Rafael Vélez Torres)
Excelente! Con magistral delicadeza, el autor hace una “exégesis” moderna y profunda que nos hace pensar a todos en nuestra forma de “jugar pelota” con Dios.
Gracias, Dr. Vélez!