Hoy, vigésimo octavo domingo del Tiempo Ordinario, nos reunimos en esta Catedral de San Juan Bautista para celebrar la Primera misa arquidiocesana para novios y recién casados, propulsada por la pastoral de novios de la Vicaría de la Familia.
A cada uno, a cada una de ustedes, les quiero agradecer su presencia y decirles que la fe en Jesús es el mejor fundamento para su relación y que el amor de Dios vivido en pareja es el mejor tesoro, el mayor bien que se puede amasar.
Como sugería San Pablo, el amor lo es todo, lo puede todo, lo sacrifica todo. Pero ese amor, como el pequeño grano de mostaza del que nos habla Jesús, tiene que hacerse crecer, para que sea frondoso, para que dé frutos, para que se vea, se palpe, se sienta, para que esté ahí, en todo momento, en cada amanecer, en cada prueba, en cada gesto.
La liturgia, para este domingo, nos presenta unas lecturas cuya reflexión nos ayudan a avanzar en nuestro caminar hacia Dios.
La primera lectura, tomada del segundo libro de los Reyes, relata la curación de Naamán, jefe del ejército arameo, de su condición de leproso. ¿A dónde fue a buscar curación? Fue donde un hombre de Dios, el profeta Eliseo quien lo envió a sumergirse siete veces en las aguas del río Jordán. (Aquí encontramos la raíz bíblica de la tradición sanjuanera de bañarnos en la playa en vísperas de la fiesta de San Juan Bautista, sumergiéndonos siete veces de espaldas en el mar). Nos dice la lectura que su carne quedó limpia, como la de un niño. Se curó obedeciendo. La obediencia a Dios nos limpia, nos cura. Nos hace lucir distintos, nos transfigura para hacernos parecer más a su imagen y semejanza.
Ante el favor de Dios, Naamán realizó un gesto que siempre debe estar presente en cada ser humano: el agradecimiento. Él vuelve donde el profeta y dice: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor”. Siendo extranjero, Sirio, confiesa su fe en el Dios de Israel.
Aprovecho este contexto, para que oremos, que de la misma manera que este sirio, Naamán, sintió el favor de Dios y fue curado de su lepra, que igual, el pueblo sirio, reciba de Dios el favor, el don de la paz. Se estima que sobre medio millón de personas han muerto en Siria en los últimos años a consecuencia de las guerras y que de estos, el 27 % son niños y niñas. A esta desafortunada cifra hay que sumarle los heridos, los que han tenido que emigrar, los que sufren hambre, frío, contaminación, los que lloran por la pérdida de familiares.
El mundo entero anda buscando curas para enfermedades, se gastan billones de dólares en pruebas científicas, pero descuidan la peor de ellas, la guerra. Esta es la enfermedad que está acabando con el mundo entero, es epidémica; no podemos ser indiferentes; hay que orar por la paz, trabajar por ella, educarnos y educar a nuestros hijos e hijas en la paz; una paz que en la familia puede encontrar el mayor fertilizante.
Por su parte, el Evangelio de hoy nos presenta la curación por parte de Jesús de diez leprosos. Nos dice Lucas que Jesús iba caminando y que a su encuentro vinieron diez leprosos que se pararon a lo lejos y desde esa lejanía le gritaron diciendo: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Jesús al verlos los manda a presentarse a los sacerdotes, pero mientras iban de camino, quedaron limpios. ¿Y qué pasó? De los diez curados, solo uno volvió alabando a Dios a gritos; se postró ante Jesús.
Ante la falta de agradecimiento de los nueve, Jesús hace tres cuestionamientos: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?”. Al que volvió Jesús le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.
De tantos curados del cuerpo en las lecturas de hoy, solo dos hombres regresan a dar gracias a Dios y, además de curarse del cuerpo, se abren a la fe y esta fe los cura en el alma, los limpia, es decir, los salva, y los hace vivir agradecidos de Dios.
Comentando este Evangelio un Padre de la Iglesia dijo: “ Esperan desde lejos como avergonzados por la impureza que tenían sobre sí. Creían que Jesucristo los rechazaría también, como hacían los demás. Por esto se detuvieron a lo lejos, pero se acercaron por sus ruegos. El Señor siempre está cerca de los que le invocan con verdad” (Teofilacto).
Jesús no rechaza a nadie. En tiempos de estos leprosos la ley los excluía de la sociedad, los marginaba. Mientras la ley rechaza, el Evangelio acerca. El Evangelio es acercamiento a Jesús. No podemos predicar en nombre de Jesús un evangelio del alejamiento, sino del acercamiento, del encuentro, de la conversión, de la purificación. Como a los leprosos del Evangelio, Jesús también nos quiere limpiar a todos y a todas con su misericordia.
En un rezo del Ángelus, el Papa Emérito Benedicto XVI sobre la curación de los diez leprosos dijo: “Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo considerada una ‘impureza contagiosa’ que exigía una purificación ritual (cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal” (14 de octubre de 2007).
Queridos novios, queridas parejas de recién casados, queridos fieles todos, las lecturas de hoy nos enseñan que alejados de Dios no podemos ser curados, no podemos ser alcanzados por su misericordia; además nos enseñan que obedeciendo la voluntad del Padre somos curados, somos purificados; y una tercera enseñanza es que el agradecimiento a Dios nos cura del cuerpo y del alma.
De la misma manera que hay que pedir a Dios a gritos, hay que agradecerle a gritos, como hizo la persona curada en el Evangelio de hoy. En su noviazgo, en su matrimonio, miren a Jesús de cerca; eviten mirarlo de lejos. Jesús pregunta siempre: “¿Dónde están los nueve? ¿Dónde están los bautizados? ¿Dónde están los casados por la Iglesia? ¿Dónde están sus hijos e hijas?”. Y, Jesús pregunta esto, porque los quiere cerca, los quiere alcanzar con su misericordia, aún a los que se encuentran en posteriores matrimonios que no se han casado por la Iglesia o se encuentran en convivencias. Acerquémonos todos a Jesús.
Por último, San Pablo nos invita en la segunda lectura de hoy a hacer memoria de Jesucristo. Decía muy acertadamente el Papa Francisco: “Si falta la memoria de Dios, todo queda rebajado, todo queda en el yo, en mi bienestar. La vida, el mundo, los demás, pierden la consistencia, ya no cuentan nada, todo se reduce a una sola dimensión: el tener. Si perdemos la memoria de Dios, también nosotros perdemos la consistencia, también nosotros nos vaciamos, perdemos nuestro rostro como el rico del Evangelio” (Homilía, 29 de septiembre de 2013).
Si en el matrimonio se pierde la memoria de Dios se pierde su fermento, pierde su conexión con la vid de la vida, se agrieta, se debilita esa unión y comienzan a vivir eclipsados de la Luz verdadera. Tener memoria de Dios es dejarse guiar por Él, encomendar todo a Dios, es hacerlo el centro y fundamento de la familia. Sean memoria de Dios el uno para el otro, sean memoria de Dios para sus hijos e hijas.
¿Quieren tener un matrimonio a plenitud? Tengan memoria de Dios; sean memoria de Dios. Desmemoriados de Dios el matrimonio se convierte en un desierto; teniendo memoria de Dios, haremos del matrimonio un oasis de amor y de gracia. ¡Que el Señor les bendiga y les proteja siempre!