En la oración inicial de la Eucaristía de este tercer Domingo de Adviento, somos invitados, mientras esperamos la segunda venida del Señor, a celebrar con alegría el aniversario de su nacimiento, para que, en el aquí y el ahora de nuestra historia podamos ir experimentando el gozo que nos da su salvación. 

Los textos bíblicos nos ayudan en este camino que hemos emprendido. A través de ellos la Iglesia nos invitan a estar alegres, a fortalecer las manos débiles y a robustecer las rodillas vacilantes. 

EL profeta Isaías nos describe los frutos de una pequeña comunidad que se reúne en torno a la Palabra: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará”. El apóstol Santiago nos exhorta a mantenernos firmes en la fe y a no quejarnos unos de otros, pues el Señor está cerca. Y en el Evangelio Jesús nos dice: “Dichoso el que no se escandalice de mí”. 

La actuación de Jesús dejó desconcertado al Bautista. Él esperaba un Mesías que extirparía del mundo el pecado imponiendo el juicio riguroso de Dios, no un Mesías dedicado a curar heridas y aliviar sufrimientos. Desde la prisión de Maqueronte envía un mensaje a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. 

Jesús le responde con su vida de profeta curador: “Díganle a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan…”. Este es el verdadero Mesías: el que viene a aliviar el sufrimiento, curar la vida y abrir un horizonte de esperanza a los pobres. 

Jesús se siente enviado por un Padre misericordioso que quiere para todos un mundo más digno y dichoso. Se entrega a curar heridas, sanar dolencias y liberar la vida. Jesús no se siente enviado por un Juez riguroso para juzgar a los pecadores y condenar al mundo. Por eso, no atemoriza a nadie con gestos justicieros, sino que ofrece a pecadores y prostitutas su amistad y su perdón.  

Padre Obispo Rubén González

Obispo de Ponce

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