Vaticano II propuso abrir las ventanas del templo para airearlo. Es decir, reconocer lo que sigue siendo válido, y abrir puertas a nuevas profundizaciones de la doctrina. Claro, abiertas las puertas, puede entrar polvo del Sahara, mosquitos y algún pajarraco. De hecho, surgió bastante literatura teológica para seguir ahondando. Y señalar los campos, como cenotes, por los que aún seguiríamos buceando.
El documento “Gozo y Esperanza”, abierto en su mente a la pastoral de este otro mundo, reafirmó la doctrina de papas anteriores: la doctrina del Sacramento (aquí hay algo más de lo que se ve), la perpetuidad del compromiso, saltar por encima de lo meramente jurídico, delicado énfasis en la procreación… En verdad no fue totalmente revolucionario. Vendrían con el tiempo los cuestionamientos, documentos como Familiaris Consortio de Juan Pablo II, luego del Sínodo sobre la familia en 1980. Y desde luego, las nuevas preguntas que implicaban las ciencias sociales y la misma vida de la familia en los contextos reales de la sociedad que vamos creando. Es decir, se dijo bastante y bueno, no completo ni autenticado con lo que con el tiempo se entendería y sumaría a esa doctrina.
No es raro hablar de esa ‘gradualidad’. No sígnica que lo que antes era blanco ahora es negro. Sino que con el tiempo, el discernimiento y lo que practicamos, se entiende más profundamente esa doctrina. San Pablo, entre otros muchos casos bíblicos, puede ser ejemplo. En Efesios escribe “las mujeres estén sujetas a sus maridos en todo”; las feministas saltan. Pero no leen adelante “respeten al marido como a Cristo, el marido es como Cristo… su carne es la tuya”. O sea, Pablo vive en la onda de la cultura de su momento, pero se abre a una realidad más profunda. De hecho, el ‘misterio’, que es esta unión varón-hembra, indica que hay algo cuya profundidad no aparece inmediatamente.
Es importante el hecho de que se recuerde esta relación tan intensamente humana no solo desde el aspecto jurídico o canónico, ni de la visión romántica, o la social de una visión política de la ciudad, sino somo Sacramento. Es decir, hay algo igual, ¡pero no es igual! Y es palabra que induce a una situación especial, captable por la fe. Indica que hay una fuerza intensa del Espíritu en esos dos. Implica que la fuerza brota por el SÍ de ambos, y por eso decimos que ellos son los que realizan el sacramento; la Iglesia bendice lo que oye. Alzados al nivel de fe se entiende esa delicadeza y protección a la vida desde sus comienzos. Son ellos los que reciben el don de la vida para cuidarlo de la mejor forma posible. Por eso, quedarse solo en lo romántico o humano es poco: alterar el proceso de la vida no puede verse como algo al arbitrio total de la pareja.
Otro aspecto nos parece importante en esta enseñanza. Aspecto que luego se recoge en el Derecho Canónico al definir el matrimonio como ‘una comunión de vida’. (una suerte común). Concepto que dice mucho más que encontrar a una persona que me gusta. Hay más. Estamos comenzando no un encuentro de sexos, sino entrega total de la vida humana que tengo. Es ir por la senda de hacer de dos ‘una sola carne’. Lo humano no desaparece. En eso el matrimonio sería igual a la unión de paganos. Hay más. La gracia no destruye lo humano, sino que lo enaltece y eleva. El mismo amor de los novios es el vehículo de la gracia, sin menospreciar el acto religioso con el que se celebra.
No abundó el Concilio en un nuevo aspecto: presentar el matrimonio como una ‘consagración’, análoga a la del sacerdote o la religiosa. Ellos lo prometen recibiendo la misión de vivir y predicar los valores del mundo venidero. Los esposos reciben una misión en este mundo, como misión universal, modo de vivir su compromiso o la comunidad creyente. Son enviados por esa comunidad para enseñarle al mundo que el amor es lo único que salva. Y eso lo consiguen no hablando, sino viviendo el amor en su relación de modo que el mundo entienda el concepto. Es como las parejas que son enviados a lugares de total paganismo simplemente para vivir allí de modo que se vea cómo viven, piensan, actúan, los que son de Cristo.
P. Jorge Ambert Rivera, SJ
Para El Visitante