Mientras conducía por el camino que lleva al Monasterio Santa María del Monte Carmelo en Mayagüez, estando cerca, ya descubría que había un lenguaje que hablaba de alturas y de honduras, que al inicio solo se refería meramente a una ubicación territorial, y luego se tradujo en vidas que aspiran a lo más alto desde la profundidad del silencio, de la oración y del trabajo cotidiano.
Asomarme al estilo de vida de siete monjas carmelitas de clausura, fue adentrarme a la Sagrada Escritura, porque allí, en la simpleza de cada acto que veía, una frase bíblica o una escena del Evangelio se me presentaba con claridad.
El sonido de la campana que va marcando el ritmo de las tareas diarias, también llama al oficio más importante de una religiosa contemplativa: la oración. Por eso, así despierta el día a las 5:00 a.m. en un silencio que no se trastoca hasta que inician la alabanza matutina cantando los salmos.
Al mirarlas reunidas en el coro, lugar donde se reza el Oficio Divino, pensé:
¡cuántos milagros, cuántas gracias se derramarán sobre la humanidad, y cuántas luchas podremos librar los que estamos en medio del bullicio y la complejidad del mundo, gracias a la oración fiel y constante de los contemplativos!
A un primer momento de oración comunitaria, siguió uno de oración personal que podía hacerse en la capilla, en la celda o en los jardines. Cualquiera de los tres permite un encuentro íntimo con el Señor, pues, bajo techo o a la intemperie, la dinámica de la oración es esa de entrar en tu aposento donde “tu Padre que ve en lo escondido te recompensará”.
Todo en el monasterio, al exterior y a lo interno, me hablaba de Dios, incluyendo a quienes lo habitan, de momento tan iguales en su hábito marrón y en su velo negro, pero tan distintas en rasgos físicos y en personalidad. Signos de su entrega voluntaria es la sonrisa natural con la que me encontré en cada uno de sus rostros, la mirada serena, y la presencia de cada una que acoge y abraza. Allí la vida está abarrotada de una sencillez que cautiva y que me recordó que se es más libre cuando se aprende a vivir con lo necesario, y con el corazón puesto en lo esencial.
La jornada que comenzó en oración y con la Santa Misa, continúa con la faena. Sin embargo, ningún trabajo se separa de la oración. Es el estilo de los que quieren vivir en presencia de Dios todo el tiempo como las vírgenes sensatas. Allí vale cansarse, pues una religiosa no pierde su humanidad, pero procura en todo encontrar a Dios y agradarle: en el trabajo de la cocina, en el taller de restauración de imágenes, el de escapularios y bordado de paños sagrados, en la biblioteca, la sacristía, en la atención a las que están enfermas, en fin, en las distintas tareas monásticas.
El día transcurre haciendo las veces de Marta y las veces de María (las hermanas de Lázaro), pero hay espacios comunitarios tan importantes como los demás porque son para la recreación. Jugar, cantar, bailar, compartir la vida y reír a carcajadas forman parte de la vida religiosa. Y eso a pesar del dolor que también les visita con la enfermedad y las demás cruces que me son desconocidas y que no dudo que existan todos los días.
La jornada monástica acaba de la misma forma que inicia. En la noche, con el rezo de las Completas, se entregan a Dios todos los trabajos del día, se pide perdón por las faltas cometidas y se encomienda el descanso, siendo las últimas oraciones para la Virgen María. Entonces, se da paso al silencio solemne que no se trastocará hasta la alabanza matutina del día siguiente, y todas caminan hacia sus celdas dejando que solo se escuche el sonido discreto de sus pasos y el de las cuentas del rosario que llevan atado a la correa… Y en medio de este recogimiento, y en cualquier circunstancia que se viva en este lugar, una cosa será palpable y lo envolverá todo: solo el amor y siempre el amor. ■
Vanessa Rolón Nieves
Para El Visitante