Durante la época de Adviento toda la liturgia de la Iglesia nos enfoca en lo que representa la venida de Cristo. Como punto de partida los Evangelios nos presentan a Juan, el Bautista, quien preparando el camino a Jesús, hace un llamado al arrepentimiento y a la conversión. Un llamado que Jesús también hace al pueblo en su predicación. Nos dice el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 545-546) que Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino. Les invita a la conversión, sin la cual, no se puede entrar en el Reino. La conversión que nos pide Jesús, exige una elección radical, es necesario darlo todo, las palabras no bastan, hacen faltas las obras.
La conversión no es un hecho puntual, sino un proceso, que inicia al ser bautizados y se realiza a través de nuestra vida, para alcanzar la vida eterna. Este proceso requiere la conversión del corazón, nuestro deseo ferviente de hacernos uno con el Padre, por medio de su Hijo, auxiliados por el Espíritu Santo. El Catecismo de la Iglesia Católica (CCE 1989) nos enseña que la conversión es obra de la gracia del Espíritu Santo. Es un llamado que hemos recibido al ser bautizados. Este llamado exige la renovación del hombre interior, que se va manifestando en consecuencias sociales. El Catecismo (CCE 1888) nos explica que la conversión del corazón impone la obligación de introducir en las instituciones sociales las condiciones para que se manifieste la justicia y se favorezca el bien de todas las personas.
La Encíclica Laborem Exercens escrita por San Juan Pablo II, establece que la conversión personal y la transformación social van de la mano. La verdadera conversión lleva consigo un entregarse a los demás, un compromiso por la causa de la justicia y una trascendencia del beneficio personal a la búsqueda del bien común. El cambio de estructuras sociales y políticas, que debe esforzarse por realizar el cristiano, requiere el desarrollo de una nueva conciencia de solidaridad entre todos los hombres. Convertirse implica un cambio de actitud, de modo de ser, sobre todo de actitudes espirituales que redefinan las relaciones de cada persona consigo misma, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más alejadas, y con la naturaleza (Solicitudo rei sociali, 38).
La Doctrina Social de la Iglesia (42) expone: “La transformación interior de la persona humana, en su progresiva conformación con Cristo, es el presupuesto inicial de una renovación real con las demás personas”. La comunidad cristiana está llamada a transformar las relaciones sociales según las exigencias del Reino de Dios. Esa transformación se fundamenta en valores morales universales: justicia, verdad, libertad y caridad, que se revisten de la espiritualidad cristiana.
El llamado que recibimos en este Adviento para la conversión, implica no solo una conversión interior, sino además un compromiso firme en la lucha por la justicia y la paz social. Requiere un esfuerzo encaminado hacia una mayor solidaridad, un reconocimiento de los derechos y deberes de todas las personas, una participación efectiva en los asuntos públicos para iniciar la construcción del Reino de Dios. La conversión del corazón conlleva la edificación de estructuras sociales más humanas, respetuosas de los derechos de las personas, menos opresivas y menos avasalladoras. (Evangelii Nuntiandi, 36)
En este Adviento, reflexionemos sobre nuestras actitudes con respecto a los demás. Busquemos acercarnos a Jesús, por medio del abrazo a nuestro prójimo. Guiados por la Doctrina Social de la Iglesia participemos en el proceso de transformación de nuestra Isla, buscando no solo reconstruir lo perdido por el paso de los huracanes, sino convertir nuestras estructuras sociales en unas más justas. Proclamemos el respeto a la dignidad de todas las personas, participemos en las esferas políticas para promover el derecho al trabajo y exigir la defensa del bien común, decidámonos a luchar contra la pobreza y la corrupción. Trabajemos juntos, construyamos el Reino de Dios.
(Nélida Hernández | Consejo de Acción Social Arquidiocesano)