En las celebraciones religiosas prenavideñas crece el vehemente deseo del creyente por la venida del Salvador. Es una humanidad irredenta la que clama. Y no solo la de los hasidim de entonces, los piadosos. El clamor no ha dejado de resonar. ¡Son tantas todavía las injustas ataduras del espíritu humano! ¡Son tantas las que cada uno se impone a sí mismo, pues yo soy para mí el peor negrero! Clamor del que vive bajo un régimen opresor -con sangre o peor sin ella-. Clamor del pisoteado por un quehacer económico inhumano. Clamor del subdesarrollado que verá impotente cómo su genialidad natural se pierde por faltarle medios de educación. Clamor del despojado de lo necesario por el huracán. Clamor, sobre todo, del que vive atado por su pecado y debilidad. Deseamos la venida de este niño -que ya vino históricamente- porque en Él vemos un liberador. El líder auténtico que no es de los que libera para sojuzgar más ignominiosamente. Esa es la quintaesencia del mensaje evangélico: libertad que lleve al hombre a levantar más sereno su rostro ante el otro.
Y la liberación produce una alegría grande, extensa, indefinible contagiosa. La de los miles de franceses al congregarse bajo el Arco del Triunfo en París al terminar la guerra. La del hijo pródigo que termina agasajado con un banquete como no se había visto antes en aquel hogar. Alegría de liberación por la presencia divina nos presenta María, la muchacha privilegiada de Nazareth, cuando visita a Isabel. Es María, la Madre del Liberador, que marcha apresurada a casa de su prima, a ejercitar con ella oficios de caridad. La impulsa el poder nuevo que se agita en sus entrañas. Es camino de varios días desde Nazaret a la montaña de Judea. El libre comunica su alegría saltando dificultades.
El precursor y el anunciado se encontrarán en el saludo de sus madres. María saluda y comunica la onda de gracia en que navega. Del manantial selecto solo puede salir agua de vida. Es un saludo humano, cordial, pero con los efectos de la nueva liberación. Salta de gozo el niño en el vientre de Isabel ante la posesión del Espíritu Santo que le santifica. Ya desde aquel momento comienza plena la vida espiritual del que será el último profeta del Antiguo Testamento. Y su actuación personal será también de liberado: hombre de austeridad y vida intachable, alimentado con miel en el desierto, vestido con pelos de camello, sin miramiento a las conveniencias sociales o a las estructuras de poder.
Isabel y Juan, madre e hijo, participaron de un mismo intenso gozo. Ella lo expresará con las palabras quizás más repetidas en la oración católica: “Bendita tú entre las mujeres; bendito el fruto de tu vientre”. La libertad te mueve la lengua, Isabel y una lengua libre de veras crea prodigios. Has captado el misterio sublime de la presencia de Yahveh entre los hombres. Aquella ya no es una aldeana más de las que cargaban cántaros desde el pozo de Nazareth; es la madre de mi Señor.
La acción humana de la maternidad queda consagrada en aquel encuentro. Dos mujeres, sus vientres abultados por el gesto heroico de dar vida a este mundo, se dan un saludo de paz. Y aparecen radiantes, de cara al mundo pues llevan consigo el secreto de la acción divina liberadora. Ha llegado a nuestras puertas una muchacha llevando la liberación en su seno virginal. ¡A saludarla, a aceptar al Emmanuel que ofrece!
Porque de eso se trata en Navidad: de sentir liberaciones múltiples en el pellejo y el alma. Y de mostrar a los demás la consecuente alegría. El que aprovecha este tiempo para esclavizarse más del ron no entiende Navidad. El que agota sus limitados recursos económicos en un frenesí de compras contradice Navidad. El que no crece en pacificaciones por dentro, y perfumar de armonía el contorno cotidiano, no ha entrado en la cueva genuina de Jesús. Esas dos mujeres que chocan en saludo sus vientres abultados aún tienen mucho que enseñarnos.
(P. Jorge Ambert SJ)