En más de una ocasión, muchos hemos acudido a Dios en medio de nuestra angustia. El crucificado parece no escuchar. Son en esos momentos que las palabras del Salmista reflejan nuestros sentimientos. “A ti te llamo, Señor, Roca mía, no te hagas el sordo; no sea que, si guardas silencio, me ocurra como a los que bajan a la tumba” (Salmo 28,1).
Ese aparente “silencio” de Dios, es el tema central de la novela de Shusaku Endo (1966) que lleva por título Silencio. El gran cineasta Martín Scorsese la llevó a la pantalla grande (diciembre 2016), desarrollando toda la trama, con estilo espectacular. Me atrevo a tomar ese tema delicado, planteándolo como sugerencia de reflexión sobre nuestra fe.
La novela y el filme enfocan a modo histórico, todo el sufrimiento de los japoneses conversos, después de la evangelización de ese país, por San Francisco Javier (1549). El martirio brutal, lleva a dos sacerdotes portugueses Jesuitas, en el 1638, a la búsqueda de aquel que fue su inspiración y guía espiritual, el Padre Ferreira. En todo un drama de sufrimiento, de fe profunda, sacrificio indescriptible, el Padre Sebastián Rodríguez, se decide apostatar, por salvar la vida de aquellos siendo martirizados. Fue lo mismo que había hecho su mentor el Padre Ferreira. El silencio de Dios queda interrumpido en uno de los momentos más intensos de la historia, cuando la conciencia del Padre Rodríguez escucha una voz diciéndole, “está bien, yo entiendo tu situación y tus intenciones…, salva la vida de esos que están siendo torturados”.
El silencio de Dios no es experiencia poco común. Acontece con mayor incidencia en la vida de aquellos que buscan ser fieles a la voluntad de Dios. ¿Qué es lo que Dios me está pidiendo? ¿Qué es lo que Dios espera de mí? Esa búsqueda usualmente, se da en situaciones críticas, cuando la mente y el corazón se ofuscan en un debate interno. “Yo quiero esto”, dice el antojo del corazón. “Pero no, no es lo correcto”, debate la conciencia. Los menos diestros en la virtud, se muestran más impulsivos y tienden hacia el antojo cual sea. Los que se angustian por la verdad e integridad, son los que claman a Dios.
El Padre Sebastián de la novela, se desespera ante ese silencio de Dios, y cuestiona el por qué Dios permanece inmuto ante el grito de dolor de los martirizados en agua hirviendo o siendo crucificados. ¿Acaso a Dios no le importa el sufrimiento humano? ¿Es que Dios es tan cruel que no se conmueve ante el castigo de los que sufren por su causa? Preguntas que siguen resonando sobre las paredes del tiempo, desde el inicio del cristianismo. Es simplismo peligroso, explicarlo todo como “voluntad de Dios”, sin rebuscar causa y motivo. Cierto es que, el ser humano, aunque sometido a las consecuencias del pecado, permanece libre y responsable de sus propias acciones. Escoger sufrir en libertad y por un ideal mayor, es ya un acto heroico.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos instruye respecto a la conciencia personal, señalando: “La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto” (#1778). Reconozco que este tema ya lo he tratado en otros escritos. Pero ante el sacudión de lo popular de la película, Silencio, me preocupa la interpretación que pudiese dársele. Los dos jesuitas en el drama, tanto el Padre Ferreira como su discípulo, el Padre Rodríguez, deciden desertar la fe católica. La impresión inicial es que son unos cobardes. Sin embargo, si uno se detuviera a especular toda la situación tan penosa, pudiera descubrir otros posibles motivos por la aparente apostasía. En el desarrollo de la novela, se entrevé que ambos personajes, guardan en su corazón y conciencia una firme convicción de su fe. Empujados por la opresión de las circunstancias, ellos responden a las expectativas de los tiranos gobernantes. El Padre Rodríguez, de hecho, muere con un crucifijo escondido entre sus manos.
Acabamos de citar la doctrina de la Iglesia sobre la conciencia, “el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto”. El peligro en toda situación humana es por supuesto, el engaño de un juicio personal, hecho por una conciencia laxa, (incapaz, por ser pobremente formada).
Interesante notar que el Papa Benedicto XVI, escribió en su primera carta encíclica (2005): “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas Est #1). El último y juicio definitivo, en el corazón de cada creyente, es el compromiso de amor que se tiene con el Hijo del Dios vivo y verdadero. Toda otra motivación es fatua.
El silencio de Dios solo se puede aceptar y tolerar, desde una convicción profunda que el Dios encarnado en su Hijo Jesucristo, no juega con la vida de nadie. Bastaría meditar en Isaías 49, 15:
“¿Se olvidará una madre de lo que dio a luz? ¿Dejará de amar al hijo de sus entrañas? Pues, aunque estas lleguen a olvidar, Yo nunca me olvidaré de ti”.
(Domingo Rodríguez Zambrana, S.T)