Para la física, el trabajo es la fuerza que se ejerce en un objeto para moverlo de un punto a otro; para la sociología, el trabajo es toda actividad humana realizada por el hombre.

Para la Doctrina Social de la Iglesia el trabajo es el conjunto de actividades que el hombre realiza para cumplir con el mandato de Dios: “Dominar la tierra” (Gn 1, 28), pero es además la manera en la que el hombre realiza su propia dignidad (Compendio Doctrina Social de la Iglesia 270-271). El trabajo es expresión de la persona y de su dignidad, no es meramente la forma de cubrir las necesidades esenciales. San Juan Pablo II en su encíclica Laborem Excercens (6) afirma: “De hecho, en fin de cuentas, la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre aunque fuera el trabajo más corriente, más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina, sigue siendo siempre el hombre mismo”.

La concepción cristiana del trabajo convierte a la actividad productiva del hombre en un derecho inherente a su dignidad, pero además, le identifica como un deber social de la persona. “El trabajo se perfila como una obligación moral con respecto al prójimo, que es en primer lugar la pequeña familia, pero también la sociedad a la que pertenece, la Nación de la que se es hijo o hija, y toda la familia humana de la que se es miembro: somos herederos del trabajo de generaciones y, a la vez, artífices del futuro de todos los hombres que vivirán después de nosotros” (CDSI 275). Tanto el trabajo remunerado como el trabajo voluntario tienen una dimensión social y se manifiestan como una expresión de la caridad humana a la que todos estamos llamados.

Las encíclicas sociales de la Iglesia presentadas desde los albores de la revolución industrial (siglo XIX), hasta la fecha, nos recuerdan que la persona no es un mero instrumento de producción, sino que es el sujeto del trabajo.

Por esto, las políticas económicas deben responsabilizarse por proveer, mediante el trabajo, justicia social y soluciones a la pobreza. En la encíclica Laborem Excercens se establece que la pobreza económica es muchas veces el resultado de la “violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo es decir, por la plaga del desempleo, bien porque se desprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia” (LE, 8). La reducción de la pobreza requiere que la remuneración del trabajo permita a la familia una vida digna en el plano material, pero también en el plano social, cultural y espiritual (CDSI, 302). El apoyo a las luchas del trabajador por ampliar sus derechos, la participación del trabajador en los beneficios de la producción económica, los objetivos de plena ocupación, el derecho a la huelga, la solidaridad de los trabajadores, son mencionados en la Doctrina Social de la Iglesia como elementos vitales en cualquier sistema económico que responda a la primacía del hombre sobre el trabajo.

La Doctrina Social también nos ofrece una voz de alerta ante la falsa concepción del trabajo como un dios. Nos dice: “El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza, o al menos, de condiciones para una vida decorosa, y, en general, instrumento eficaz contra la pobreza. Pero no se debe ceder a la tentación de idolatrarlo, por que en él no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida. El trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo la fuente de vida y el fin del hombre” (CDSI,257). El trabajo, como el resto de las actividades sociales no es un fin en sí mismo, es solo un medio, para lograr aquellos dones más altos que Dios nos ofrece. ■

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Nélida Hernández
Consejo de Acción Social Arquidiocesano
Para El Visitante

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