Lo que exige nuestra moral católica a la hora de ejercer la sexualidad humana no tiene buena prensa. Diría que lo que se estila es al revés. Por algo San Pablo decía: “no se adapten a los esquemas de este mundo”. ¿Qué piensa ‘este mundo’ del sexo? Que es un bien para ejercerlo según mis propios gustos y conveniencias. Lo principal es “no meterse en líos”.  Eso significaría evitar enfermedades venéreas o no contrariar a la ley civil. Entenderían así, de muy mala manera, por cierto, aquello de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Pero ese “ama” lo entienden como buscar las máximas gratificaciones según los propios gustos. Por eso no se meterán con un menor (¡qué lío judicial!), ni forzarán a la pareja a lo que no desea (eso es violación o agresión sexual). Fuera de eso vale todo lo que libremente convengamos.  O sea que el sexo es un instrumento de mi propia gratificación sin atender a su significado, su finalidad, sus valores.

La moral católica va por otro lado. Precisamente porque valoramos inmensamente la capacidad sexual, don divino, pedimos que, si se ejerce, se ejerza con todos sus valores y su profundo significado. Tres son los valores que vemos en la sexualidad: es actividad placentera, es unitiva o la mayor comunicación en la pareja, y es procreativa, de por sí tiende a la procreación humana.

El placer, aunque no lo prediquemos en los púlpitos, es parte del diseño divino. Ir contra el placer, menospreciarlo, o no hacer lo posible porque el cónyuge lo disfrute, por lo que él o la otra le regala, va contra el plan divino. También quedarse sólo en ese valor sería quedarse en el plano animal o transformar el acto en prostitución.  Es muy importante pasar al segundo valor: unitivo. O sea, que esa acción humana es la mejor comunicación para decirle a la pareja lo que significa para mí, es el regalo de la unión total, la entrega total. Y, por último, el valor procreativo, que consiste en no impedir por medios químicos o mecánicos el valor de procrear que conlleva el acto sexual en ciertas circunstancias y momentos.

Y estos valores se ejercen en una relación estable, comprometida, con aceptación libre de la pareja y, los bautizados católicos, con la bendición del sacramento. Cuando se da ese nido natural, todo en su orden y sentido original, se ejerce un sexo que Dios bendice como regalo para los casados y como oferta de una humanidad netamente humana en todos los sentidos.  No es lo que se valora por fuera. Por eso, tristemente, aumentan las relaciones fortuitas (vamos a vivir y ver qué pasa), o los gozos finales de un baile de discoteca, y la proliferación de condones, de coitos interrumpidos, etc. Y así vamos. Y luego nos quejamos de los embarazos adolescentes, de las madres-niñas. Y ¡viva la pepa!

P. Jorge Ambert, SJ

Para El Visitante

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