La palabra misericordia tiene un significado radical y profundo. Es más que un sentimiento de simpatía o una disposición a ayudar a aquel que sufre. Es un atributo divino, que Jesús nos invita a imitar.  Misericordia es sentir en nuestras entrañas el dolor ajeno, de tal forma que ese sentimiento nos mueva a actuar en beneficio del otro.

La misericordia de Dios se manifiesta ante todo en que: “[…] tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). La misericordia divina es reflejo de su amor gratuito y personal hacia cada una de sus criaturas. Es Su capacidad de condolerse de nuestras miserias y ofrecernos el perdón en forma incondicional, lo que Jesús también nos llama a imitar: “Sed misericordioso como vuestro padre es misericordioso” (Lc 6, 30).

Imitar la misericordia de Dios equivale a amar a nuestros enemigos, hacer el bien a los que nos odien, bendecir a los que nos maldigan, rogar por los que nos difamen (Lc 6, 27-28). Ser misericordioso, al estilo de Dios, es amar como ama Dios: con amor personal y gratuito, absolutamente desinteresado, sin pedir nada a cambio y sin buscar respuesta. Amar simplemente por amor, no por otros motivos, y amar a todos. Es querer a cada persona por ella misma, porque es ella, así como nos quiere Dios. Ser misericordiosos es  alcanzar la perfección cristiana.

La misericordia es la práctica del reconocimiento de la igualdad de los hombres. Es la encarnación de la verdadera justicia, perfeccionada esta por el amor. Mediante ella se consigue que los hombres se unan entre sí de una manera más profunda, reconociendo su dignidad y fraternidad (Dives in Misericordia, 14). La misericordia no es lástima, que puede o no movernos a ayudar al prójimo y que acentúa la diferencia entre el otro y yo. La misericordia implica reconocer la unidad entre el otro y yo, por lo que el sufrimiento del prójimo es también el mío. Este reconocimiento me lleva a tomar acción. La Iglesia nos invita a actuar, en respuesta a ese sentimiento, con obras específicas tanto de carácter corporal como espiritual.

La Doctrina Social de la Iglesia nos invita a vivir la misericordia social y política, que es algo diferente a la misericordia en el plano personal. Amar realmente al prójimo en el plano social significa nuestro esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer miseria (Compendio Doctrina Social, 208). Las excesivas desigualdades económicas y sociales son un escándalo porque violentan la justicia social, la equidad y la dignidad de las personas. De igual forma, como cristianos no podemos despreocuparnos de los acontecimientos de los tiempos o desentendernos de las necesidades de la sociedad. La falta de preocupación y de participación en la solución de los problemas sociales es una falta al deber cristiano de justicia y caridad (Gaudium et Spes, 24-30). Estas situaciones reflejan una ausencia de misericordia.

En un mundo donde abundase la misericordia no existiría la pobreza, ni el uso desordenado de las riquezas, ni discriminación en los derechos fundamentales de las personas. De igual forma tampoco existiría la pobreza espiritual, porque esta surge cuando el egoísmo guía nuestras decisiones y el deseo de poder y amor por la riqueza nos nubla la conciencia. La misericordia nos lleva a distinguir entre el error, que siempre debe rechazarse, y el hombre equivocado, que siempre conserva su dignidad como persona, y al cual, en vez de juzgar, debemos educar. Al poder hacer esta distinción podremos perdonar y lograr la paz social.  Conforme con este actuar en misericordia estamos también llamados a orar por nuestros gobernantes para que sean capaces de garantizar, mediante su autoridad el bien común y una vida pacífica y tranquila (Compendio Doctrina Social, 381).

Nélida Hernández

Consejo de Acción Social Arquidiocesano

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