Lo duro del matrimonio es que se encuentran para una convivencia continua e íntima dos personas diferentes que van a seguir siéndolo. Y nos alegra que sea así. Cuando una persona dice que quiere ser “ella misma”,  que quiere “realizarse”, en realidad expresa un deseo de ser todo aquello a lo que le empuja su tensión interior, su esperanza más legítima. Y todo deseo profundo y toda esperanza verdadera nacen de Dios que vive en nosotros, que es antes que nosotros y que sostiene nuestra misma existencia.

Ser semejante a quien me ha creado es una exigencia y un derecho al mismo tiempo. Pero si es un derecho ser semejante a Dios, es un deber de cada hombre respetar este derecho de los demás. Nadie puede pretender, ni permitir, que el hombre sea plasmado a imagen y semejanza de ninguno. Nadie puede pretender sustituir al Creador en este trabajo, el más sagrado del ser humano. En la pareja ocurre esta situación cuando uno de los dos se empeña en cambiar al otro para que se acomode forzosamente a sus necesidades. Y nacen los desaciertos. El que es incapaz de ser libre pretende que todos sean esclavos. El que teme al amor querría que todos secaran el corazón. El que no sabe vivir sin dominar pretende que el hombre ha sido creado para obedecer y no para crear y para decidir de su destino comunitariamente a la luz de su consciencia. Todo eso de muchas maneras puede ocurrir dentro de esa relación conyugal.

Pero sin embargo, se nos impone aceptar que todo es diferente, que no todo es igual, que no todas las aguas desembocan en el mismo mar.  Quien asimila esto entra en el diálogo con el otro con una convicción previa de que nadie es completo, porque nadie es Dios. Pero cada ser humano posee una riqueza propia y única que puede comunicar a los demás. Si cada ser humano es casi un dios, según el salmo 8, es evidente que todos y cada uno poseemos una riqueza propia. Ninguna persona puede ser substituida por otra, ni podrá jamás darme Pedro lo que posee Pablo.

Aceptar al cónyuge como es no surge solo del respeto que debemos tener por la conciencia del otro, aun cuando yerre; es, sobre todo, un deber que nace de nuestra fe en la rica diversidad de cada hombre.  Nuestra fe pone al otro como centro de preocupación y amor, en quien vive el Dios que adoro. Vivo la fe en la medida en que interiorizo al otro con la aceptación profunda con que lo acepta Dios, y le introduzco en la dinámica del amor. Si esto no se realiza en el matrimonio, entonces no se realiza nada.

La persona no existe en sí solo, con su cara externa que la identifica. Ella es lo que hace, lo que ama, lo que sufre. Cada persona es ella y su mundo, sus lágrimas y esperanzas, su vida pública y privada.  Por eso, si quiero compenetrarme con mi cónyuge, tendré que amarlo completamente y deberé demostrarle esta autenticidad de mi amor a él y sus cosas.

Yo soy siempre una mezcla de impotencia y autosuficiencia. Rechazo casi por instinto lo que sea perfecto por temor a que me anule, a que me aplaste o a que no me sirva para resolver mis problemas. Por eso, la aparición de Dios en la tierra, cargado con todas nuestras limitaciones sin abandonar su dimensión divina, es un acto grandioso de la sabiduría. Dios, en Cristo, se hace comprensible, aceptable, amable, amigo. Un Dios que llora, un Dios que tiene que huir del tirano, un Dios que necesita refugiarse en el calor humano de los amigos, un Dios que suda sangre de tristeza, un Dios que abandonado de Dios ya no aterra al hombre débil y frágil.

Al presentar el matrimonio como sacramento, queremos decir que en ese, que es mi cónyuge, se plastifica de manera real y desconcertante la presencia de este Dios encarnado a quien mi fe adora. Por eso el cónyuge es sumamente respetable. Lo acepto tal como Dios lo hizo, esperando de su amor las modificaciones que él sabe que son convenientes a la mutua relación.

(Jorge Ambert)

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