El 10 de abril de 1625, a la edad de 33 años, moría en el convento trinitario de Valladolid, San Miguel de los Santos, sacerdote y religioso. Se cuenta de San Miguel que, estando el maestro Antolínez en Salamanca explicando el misterio de la Encarnación, Fray Miguel dio un grito y se elevó, como a la altura de tres pies, con los brazos en cruz y con su mirada fijamente clavada en un punto misterioso. Así estuvo durante un cuarto de hora. Ante tal fenómeno, el profesor comentó: “Cuando un alma está llena del amor de Dios, difícilmente puede esconderlo”.  Esto es lo propio de quien ha experimentado la Santísima Trinidad en su vida. Más allá de la anécdota antes relatada, es el dato experiencial de quien, por la fe, ha descubierto el Dios que se nos ha revelado en Jesucristo.

Dios es amor” (1 Juan 4, 8), y el amor se nos ha revelado como un misterio de comunión.  En atención a ese misterio, San Agustín comenta: “Dios es amor eterno: el Padre es el Amante, el Hijo es el Amado y el Espíritu Santo es el Amor que mantiene unidos a los dos”.  El Dios único, es comunión de personas que está coronada por el amor y cuya comunión es su expresión única e inigualable.

Por eso, el cristianismo, en comparación con las grandes religiones que hoy acompañan la humanidad es tan distinto. El concepto de Dios y la vivencia en fe rompe los esquemas de vida y pensamiento que se sostienen en el judaísmo y el islam, entre otros.

De hecho, constatamos que no se trata sólo de lo que se piensa y se cree sobre Dios, sino la experiencia de fe del hombre creado en relación a Dios: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23); “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). 

El cristiano sobre la tierra es casa de Dios, templo de Dios, está inhabitado por ese Dios que ni los cielos pueden contener (cf 1 R 8,27; 2 Cro 6,18).  Es lo que Santa Isabel de la Trinidad, carmelita descalza, explicó a uno de los múltiples destinatarios en su epistolario: “Llevamos el cielo dentro de nosotros, pues el mismo Dios que sacia a los bienaventurados con la luz de la visión se entrega a nosotros por la fe y el misterio. ¡Es el mismo Dios! Creo que he encontrado mi cielo en la tierra, pues el cielo es Dios y Dios es mi alma. El día en que comprendí esto, todo se iluminó en mi interior” (Cta 122).   

Experimentar al Dios Trinidad que se comunica, que se da, que se entrega, que toma posesión del ser humano, que transforma, que establece su morada en el interior, es lo más alto y noble que puede expresar la lengua humana en relación al proyecto de Dios sobre el hombre.  La puerta a este misterio es el sacramento del Bautismo; de modo que los que son bautizados en el nombre de la Santísima Trinidad, se transforman en morada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

De ahí, la anécdota de aquel padre que, recién bautizado su hijo, llegada la noche, oraba recostando su cabeza sobre el pecho del infante.  Cuando le preguntaron por qué lo hacía, respondió: “porque Dios está en él; en el pecho de mi hijo está Dios”.

El Bautismo nos comunica la vida de Dios, la amistad de Dios, y nos da la gracia de ser partícipes de la comunión con estas Tres Divinas Personas. Pero, ¿cómo es posible que el Dios que habita en la gloria descienda a la pequeñez del hombre? Porque el habitar en nosotros por la gracia es un anticipo del modo en que Dios habita eternamente en la vida del alma por la gloria, que es expansión plena y dichosa de aquella vida.

Por esta verdad del Misterio Trinitario hay quienes han derramado su sangre y quienes han consagrado su vida a difundir la noticia. 

P. Kenneth D. Moore Irizarry

Para El Visitante

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