(Saludo inicial y Homilía por la Solemnidad de Nuestra Señora Madre de la Divina Providencia, patrona principal de toda la nación puertorriqueña, el 19 de noviembre en el Coliseo Mario Quijote Morales de Guaynabo)

 

Mons. Roberto O. González Nieves, OFM

Arzobispo Metropolitano de San Juan

 

(Saludo al inicio de la Eucaristía)

 

Queridos hermanos y hermanas:

Es para mí un gran honor y alegría recibirles y darles la más cordial bienvenida a todos y todas ustedes en esta Arquidiócesis, la primera Diócesis en América que tuvo un Obispo, una Diócesis cinco veces centenaria, una Diócesis madre de  las otras queridas Diócesis de esta tierra puertorriqueña, una Diócesis que tiene como Patrón al hombre más grande nacido de mujer, como se refirió Jesús sobre el Bautista.

Hoy les recibimos en una Arquidiócesis, aunque con 507 años de existencia es joven en su espíritu, vigorosa en su pastoral y generosa en cuanto a caridad (Cáritas) se trata. Una Diócesis guiada por el Espíritu Santo, bendecida con buenos sacerdotes, buenas religiosas y religiosos, con un diaconado numeroso, no solo en personas, sino en obras, compromiso y entusiasmo, y un buen número de seminaristas.

Tenemos una Arquidiócesis que tiene un laicado misionero, un laicado comprometido con la Nueva Evangelización, que saben hacer líos, un laicado callejero, como lo ha pedido el Papa Francisco porque sabe que en la calle se encuentra la recuperación de Puerto Rico y la evangelización más apremiante.

Como un don inmerecido, como pastor de esta grey sanjuanera, damos la más cordial bienvenida al Delegado Apostólico del Papa Francisco, el Arzobispo Ghaleb Bader, y a nuestros hermanos Obispos: a Mons. Álvaro Corrada del Río, Vicepresidente de la Conferencia Episcopal Puertorriqueña (CEP) y Obispo de Mayagüez; a Mons. Eusebio Ramos Morales, Secretario y Tesorero de CEP, Obispo de Caguas y Administrador Apostólico de la Diócesis de Fajardo-Humacao,  y a Mons. Daniel Fernández Torres, Obispo de Arecibo. Excusamos al Obispo Rubén de Ponce que se encuentra en Jerusalén.

Pido que vayan nuestras saludos a unos hermanos Obispos, ya eméritos que fueron pastores muy queridos de nuestras diócesis: Mons. Enrique Hernández, Obispo Emérito de Caguas; Mons. Iñaki Mallona, Obispo Emérito de Arecibo; Mons. Félix Lázaro, Obispo emérito de Ponce y pido sus oraciones por Mons. Héctor Rivera Pérez, Obispo Auxiliar Emérito de San Juan quien está en una delicada condición de salud.

Nuestro más vivo agradecimiento a la presencia de tantos hermanos sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, seminaristas, laicos y laicas de nuestras seis Diócesis. Agradecemos de una manera particular al equipo organizador de este evento. Son tantos que sería de imposible mencionarlos a todos. Les agradezco a todos de corazón.

Rogamos que esta celebración sea como unas bodas de Caná en la que María, vea cada una de sus necesidades y las lleve ante el único que puede atenderlas o permitir que sean atendidas en su Santo Nombre.

De una manera particular agradecemos al Coro Vitral de la parroquia María Auxiliadora y ministerios musicales y los danzores litúrgicos de San Felipe Apóstol de Carolina  que han alabado a Dios con los talentos de sus cantos y voces melodiosas y todos los que han participado en la animación en la mañana de hoy.

Agradecemos todas las atenciones del Señor Alcalde de Guaynabo y a su equipo de colaboradores que han sido muchas. Agradecemos la presencia de la Primera Dama de Guaynabo con sus dos hijas, y la Representante del Señor Gobernador.

Ahora, con un corazón contrito y humillado, procedemos a pedir perdón por nuestros pecados diciendo: Yo confieso…

 

(Homilía)

 

  1. A cuarenta y nueve años del Decreto Papal

Hace 49 años, en noviembre de 1969, un gran Papa, Pablo VI (hoy San Pablo VI), el Papa que fue el timonel del Concilio Vaticano II, uno de los grandes hijos de la Iglesia Universal, firmó un decreto, un hermoso,  histórico y profético decreto. Ese decreto papal era para Puerto Rico y para los puertorriqueños y puertorriqueñas de ese entonces, y para los de ahora y para los de las futuras generaciones.

Aunque la Iglesia, en su universalidad es muy grande, y nuestras islas un archipiélago muy pequeño, Puerto Rico, desde su primera evangelización, siempre ha sido un terruño muy grande en amor y lealtad a la Iglesia y sus pontífices.

Disponía ese decreto que una advocación de la Virgen, una advocación de las más tiernas, de las más dulces, de las más acogedoras, Nuestra Señora y Madre de la Divina Providencia,  fuera declarada como Patrona Principal de Toda la Nación Puertorriqueña. Un decreto valiente, a petición del Cardenal Aponte.

Ser patrona, no es otra cosa que ser protectora, y la Iglesia Universal, con ese sublime, paternal, pastoral, solícito y profético decreto ha querido que María, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Divina Providencia sea nuestra protectora, sea quien tenga un especial cuidado, una tierna mirada, un lugar cálido en su corazón para proteger la dignidad, la identidad, los legítimos derechos y el alma borincana sobre ocho millones de boricuas, los de aquí y los de la diáspora: ¡todos y todas como el coquí!

Así que con este decreto, cada boricua, esté donde esté,  puede decirle con toda confianza, sano orgullo y devoción a María, Nuestra Señora de la Divina Providencia y al mundo entero, mira, ¡Yo soy boricua, pa’ que tú lo sepas!  

Para que sepas que eres nuestra protectora, para que sepas protegernos de tantas amenazas, incertidumbres, economistas buitres, colonizadores ideológicos, riesgos, sufrimientos, políticos irreverentes y colonizadores y ataques a nuestra dignidad e identidad.

Y, para que María Santísima, también sepa hacer con esta tierra, devastada no solo por la naturaleza, huracanes y terremotos, sino por otros males, lo que mejor ella sabe hacer: ¡conservarnos en su corazón, donde tiene también conserva a su Hijo, Jesús!

A partir de ese decreto, que hoy motiva esta santa misa,  Puerto Rico y los puertorriqueños y puertorriqueñas dejamos de ser un pueblo huérfano, sin madre protectora. Ser un pueblo huérfano, sin una madre tan especial es ser un pueblo a la deriva. Sobre esto de ser un pueblo huérfano, viene a mi recuerdo una anécdota del Papa Francisco:

Cuando un cristiano me dice, no que no ama a la Virgen, sino que no le nace buscar a la Virgen o rezar a la Virgen, yo me siento triste. Recuerdo una vez, hace casi 40 años, yo estaba en Bélgica, en un congreso, y había una pareja de catequistas, ambos profesores universitarios, con hijos, una hermosa familia, y hablaban muy bien de Jesucristo. A un cierto punto dije: «¿Y la devoción a la Virgen?». «Nosotros hemos superado esa etapa. Nosotros conocemos tanto a Jesucristo que no necesitamos a la Virgen». Y lo que surgió en mi mente y en mi corazón fue: «¡Bah…, pobres huérfanos!». Es así, ¿no? Porque un cristiano sin la Virgen es huérfano. También un cristiano sin Iglesia es un huérfano.

Que sepan aquellos que quieren destruirnos, saquearnos y dispersarnos, que ya no somos un pueblo huérfano, no somos una isla en abandono, no somos una tierra a la deriva, somos un pueblo fuerte, amado, querido, protegido por la Divina Providencia. Somos una tierra que no es huérfana de madre, sino una tierra concebida y sostenida por el amor creador de un Dios que hizo el Cielo y la Tierra, que todo lo hizo con amor.

En el quehacer político hablan de un plan para Puerto Rico. Pues hoy, la liturgia de la divina Providencia, nos habla del verdadero plan para Puerto Rico.

Puerto Rico ha estado en el plan divino. Aquí, en Dios, en su Santa Madre está ese plan, ese designio de Dios. Puerto Rico siempre ha estado en el designio de Dios, en el designio del Creador, en su amor infinito. No somos un pedazo de tierra en el Caribe a la merced ni del mal, ni de los piratas modernos, ni de los mercaderes.

El amor de Dios y su protección es el verdadero plan para Puerto Rico. Un Puerto Rico fiel, orante, confiado, con justicia, paz, solidaridad, arrepentido de sus pecados y sobre todo, movido por la única fuerza que lo hace progresar, por la fuerza del amor: amor a Dios, amor fraterno, amor a la Iglesia,  amor  a la Patria y amor a la humanidad.

Además siempre hemos sido un pueblo agradecido, gente agradecida, familiares y amigos agradecidos. Por ejemplo, ahora de manera especial demos gracias a Dios por las ayudas que hemos recibido después del paso de los huracanes Irma y María de tantas hermanas iglesias y diócesis en Estados Unidos, la República Dominicana y España, de otras iglesias y de instituciones gubernamentales de los Estados Unidos.

  1. Sobre la Providencia Divina

Una vez dijo Jesús: “[…] nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt. 11, 27). En ese mismo contexto, para conocer a Nuestra Señora de la Divina Providencia, es preciso conocer primero a la Providencia de Dios, de quien María, es madre y evangelizadora. La solemnidad de hoy nos lleva a preguntarnos algo tan asombroso que nos revela un misterio de amor al momento mismo de la creación.

¿Qué es la divina providencia? En palabras de San Juan Pablo II, “La Providencia Divina, o de Dios como Padre omnipotente y sabio está presente y actúa en el mundo, en la historia de cada una de sus criaturas, para que cada criatura, y específicamente el hombre, su imagen, pueda realizar su vida como un camino guiado por la verdad y el amor hacia la meta de la vida eterna en Él”, (San Juan Pablo II, Audiencia General, 30 de abril de 1986).

Es decir, la divina providencia es la enorme verdad de que cuando Dios nos creó no nos abandonó hacia nuestra propia suerte; es la verdad de que Dios al crearnos ya cumplió con su obra, de que estamos a la deriva, sin guía, sin cuido, sin protección. Dios no nos creó y nos abandonó al caos como quien suelta un ser humano al mar o al vacío y lo abandona sin importar su destino, su curso, hacia donde va, su futuro, sus necesidades, sus sufrimientos, sus alegrías y esperanzas.

La fe en la divina providencia nos revela lo que han sentido los santos y santas de esta Iglesia en sus tiempos, y lo que nosotros hemos experimentado en nuestras vidas.

¡Que hay un Dios que nos creó, que nunca nos abandona, que guía nuestra historia, que es providente, que nos rodea con su inteligencia, nos guía con su sabiduría, que nos mira con ternura y nos trata con su amor y nos fortifica y consuela con su santo Espíritu!

La divina providencia es esa fe en un Dios que no solo crea, sino que ama, custodia, ve, conoce y sobre todo, nos salva. Dios no solo crea, sino que salva. Esa es la providencia divina. Dios crea y redime. Y, por eso, queridos hermanos y hermanas, es que nunca, nunca, debemos perder la esperanza en ese Dios providente. En nuestro dolor, en nuestra desesperación, hagamos como Job, lamentémonos, pero con confianza, pidamos con esperanza.

Puerto Rico ni esta Iglesia están a la deriva como muchos quieren. Puerto Rico y esta Iglesia no solo resisten los siglos y los tiempos, sino que resisten la maldad, las persecuciones, y el pecado de sus hijos e hijas.

Ésta es la Iglesia de Cristo, aquella que él mismo dijo que el poder del infierno no prevalecerá sobre ella. Que lo sepa todo el mundo que esta Iglesia no está huérfana ni de buenos fieles, ni de Dios. Esta Iglesia es bendecida, amada, querida, vigilada y custodiada por el amor providente de Dios; no solo la Iglesia, sino cada uno de ustedes, sus queridos hijos e hijas. Recordemos, somos, seremos siempre hijos e hijas de un Dios providente, es decir, un Dios que no solo crea, sino que por amor nos custodia.

Por ello, “La Providencia significa la constante e ininterrumpida presencia de Dios como creador, en toda la creación: una presencia que continuamente crea y continuamente llega a las raíces más profundas de todo lo que existe, para actuar allí como causa primera del ser y del actuar”, (Ibid.; 7 de mayo de 1986).

  1. María, Nuestra Madre de la Divina Providencia

Dios en su providencia ha sido tan bueno que nos regala una madre providente. Una madre, que nos la dio en el momento de mayor dolor, de mayor sufrimiento, de mayor violencia, de mayor incomprensión y angustia de su Hijo, en el momento de su cruz. ”Cuando Jesús vio a su madre, y al discípulo a quien amaba, que estaba allí cerca, dijo a su madre: ¡Mujer, he ahí a tu hijo! Después dijo al discípulo: ¡He ahí tu madre! Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su propia casa”, (Jn 19, 26-27).

Y, hoy a Puerto Rico, desde su calvario, desde su cruz, desde su dolor y desesperación, Jesús nos dice, “Madre, he ahí a tus hijos e hijas boricuas. Boricuas, he ahí a su madre, María, Madre de la Divina Providencia.  ¿Y, qué hizo Juan? Juan no la rechazó; sino que la recibió en su propia casa”.

Me conmueve profundamente cuando voy a una casa y veo, que ustedes hacen eso que hizo Juan. Tienen a la Virgen en su propia casa, sea  la de la Divina Providencia, como la de la Guadalupe (en Ponce), la del Perpetuo Socorro (en Arecibo), como  María Madre de la Iglesia (Diócesis de Caguas), la Virgen de la Monserrate (Diócesis de Mayagüez) o la Virgen del Carmen (Fajardo-Humacao).

La tienen allí en talla, en imágenes, pero la tienen en su casa, como también tienen un rosario colgado en sus carros o en sus cuellos. ¡Qué maravilloso es ser católico; qué maravilloso es ser puertorriqueño, que maravilloso es decir, el ay bendito! (que es una manera de decir La Providencia nos guía y fortalece);  ¡qué bonito es ser hijos e hijas de la providencia! ¡Qué bonito es comerse un bacalaito con María custodiando nuestros hogares, nuestras parroquias y nuestro santuario nacional en Cupey!  ¡Qué maravilloso es cantarle con el cuatro y el güiro; que bella es esta Iglesia Puertorriqueña, que poderosa es esta fe; pero más bonito es orarle, imitarla y pedir confiada y humildemente su intercesión!

Hoy, la liturgia nos presenta a María, también cerca de Jesús, esta vez, en las bodas de Caná. Había gente allí, unos comiendo, unos celebrando, otros hablando, compartiendo, criticando (recordemos que las críticas nos ayudan a crecer en humildad). Pero además de Jesús, había allí alguien muy especial. Estaba María, su amada madre, la que nunca le deja solo; la que nunca deja de velar por su amado Hijo y sus discípulos. Y, mientras todo el mundo andaba en sus cosas, fiestando,  ahí estaba María, vigilante, providente, protectora, siempre pendiente. Siempre mediadora, intercesora.

Sobre este Evangelio, decía hace unas semanas el Papa Francisco: “Me detengo en la boda en Caná: cómo actúa Nuestra Señora en ese momento, discretamente, cómo se da cuenta, cómo lo hace; y ese mandamiento de Nuestra Señora, es el único mandamiento que Nuestra Señora nos da: ‘Haced lo que Él os diga’”.

En aquella fiesta de Caná, no estaban presentes solamente unos novios carentes de vino, sino que también, en la providencia de Dios, estábamos presentes cada uno de nosotros, con nuestras carencias, dificultades, angustias, anhelos y lágrimas;  también estaba presente nuestro amado Puerto Rico, a quien María vela, y acude a su Hijo para interceder por nuestros miedos y temores, por nuestro futuro y presentárselo ante su Hijo.

¡No tienen vino, dice María en Caná a su Hijo! Y ahora, en el Caná de Puerto Rico, María dice a Jesús: no tienen el vino de la alegría, el vino de la seguridad, el vino de la unidad familiar, el vino de una buena economía, el vino de la tolerancia y respeto mutuo, el vino del consenso,  el vino del amor patrio; les hace falta el vino de una buena salud y convivencia social, el vino de más y mejores empleos, el vino de una mayor solidaridad y fraternidad, el vino de un auténtico auto estima e identidad cultural puertorriqueña, el vino del bien común.

Jesús entonces, al escucharla dice: “Llenen las tinajas de agua”. Esas tinajas de agua, Jesús las convirtió en el buen vino, en el mejor de los vinos.

Hoy queridos hermanos y hermanas,  nuestro corazón, el corazón de cada hijo e hija de esta patria, un corazón a veces herido por la pobreza, el abuso doméstico, el abuso sexual de nuestros niños y niñas, adolescentes y adultos vulnerables (pausa en la que pidió perdón por estos pecados y crímenes de algunos pocos sacerdotes y religiosos y religiosas); herido por  la indiferencia de tantos y el corazón que tiende a la división, a la discordia, al odio y a la violencia.

¡Es el agua que la Virgen María encomienda a su Hijo, para que como en Caná, convierta en el mejor vino que sea y sirva como cauce de sanación y salvación para todos y todas! Hoy es nuestro corazón esa agua que María pide convertir.

También, esas tinajas de agua son nuestro querido Puerto Rico, al que la Virgen ve, ama y con un corazón providente, dice, acudan siempre a Jesús, hagan lo que él les diga. Él es la única esperanza que nunca los defrauda, el único amigo que nunca falla, la única zarza que nunca deja de arder, la verdadera luz de nuestra vida y futuro, la única alegría que nunca muere.

  1. El Centenario del natalicio del Beato Carlos Manuel Rodríguez

Hagan lo que él les diga, dijo María a los sirvientes de Caná, y nos dice a todos y a todas. Esas palabras de María fueron escuchadas y se hicieron fértil en el corazón de un boricua, cagueño, nacido hace 100 años el próximo 22 de noviembre. Un natalicio centenario que estamos celebrando como iglesia en Puerto Rico.

Celebrar el nacimiento del Beato Carlos Manuel Cecilio Rodríguez Santiago no es celebrar solamente un hecho histórico, sino celebrar una vida de santidad, una vida de entrega, de seguimiento a Cristo y de un amor inquebrantable a la Iglesia. Celebrar el centenario del Beato es sonar la campana que nos anuncia que Puerto Rico también es tierra de santos y santas, de que en Puerto Rico es posible vivir la santidad, la perfección en la fe.

Celebrar este centenario es celebrar los frutos de la evangelización en Puerto Rico y  a nunca, nunca rendirnos por evangelizar siempre, a tiempo y destiempo.

Celebrar el centenario del Beato Carlos Manuel Cecilio es recordar la alegría de la fe que unió a este pueblo en el momento de su beatificación y a impulsar con mayor ahínco el esfuerzo en su canonización.

En su centenario nos reiteramos de que la vida de fe del Beato y su beatificación “es de suma importancia para la historia de Puerto Rico y para la identidad puertorriqueña porque significa que esta misma identidad, es decir, el alma, la historia, la cultura, las esperanzas, los ideales, los valores y la unidad de los puertorriqueños y las puertorriqueñas, durarán para siempre como parte de la eternidad de Dios mismo.  Para no perder lo que tanto amamos, tenemos  que seguir el camino de Cristo que nos conduce a la santidad que vivió Carlos Manuel, el camino de la Pascua, y repetir sus palabras: ‘La Vigilia Pascual es centro y meta de nuestra liturgia. Vivimos para esa noche’”, (homilía del Arzobispo de San Juan, 30 de abril de 2001, Roma).

Hoy Puerto Rico se enorgullece por la santidad del Beato, por los siervos de Dios, Maestro Rafael Cordero, Madre Soledad y Madre Dominga que son causas de canonización que ya se han presentado a la Santa Sede y por otros tantos santos y santas puertorriqueños anónimos y que ustedes conocen.

El verdadero futuro de Puerto Rico no está en las manos de los economistas ni de los políticos ni de ningún otro poder terrenal, ni de nosotros los Obispos, indignos servidores del Señor, el futuro de Puerto Rico está en la santidad de sus hijos e hijas, en la nobleza de sus corazones, en cuantas rodillas se doblen, en cuanto amor se den, en cuanta caridad hagamos y justicia sembremos. Celebrar la vida del Beato Carlos Manuel Cecilio es celebrar la Nueva Evangelización en Puerto Rico, es celebrar el sacrifico de los padres y madres, abuelos y abuelas entregados, de las y los catequistas, de la evangelización en el hogar, en la parroquia, en el empleo, en los centros de estudios, etc.

Celebrar la vida del Beato es tener siempre ondeando la bandera de la esperanza de que, en Cristo y María, siempre, un mejor Puerto Rico es posible.

Desde Caná de Galilea María nos dice: Hagan lo que él les diga; desde los labios del Beato se nos dice y recuerda: que vivimos para esa noche y, desde aquí, el Coliseo Mario Quijote Morales en Guaynabo les decimos: Sean buenos hijos e hijas de la divina providencia, sean seres providentes para los demás, amen a María, amen a su a su Iglesia, amen a su Patria, amen a sus enemigos, custodien la fe en Cristo, pues, es el mayor tesoro que pueblo alguno ha podido mantener.

María, Nuestra Madre y Señora de la Divina Providencia: Ruega por nosotros y nosotras.  Hoy como pueblo nos entregamos a tu regazo; acógenos con amor maternal y vela nuestros sueños, nuestro futuro, nuestros anhelos y sobre todo, nuestra esperanza en que Puerto Rico va a resurgir unido con tu luz, con tu fuerza y sabiduría.

¡Ustedes son los tesoros de la Iglesia en esta tierra y de nuestra Patria! ¡Demos gracias a Dios! Amén.

 

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