De las referidas tentaciones que realizó el demonio a Cristo y que nos señalaba el evangelio del pasado domingo pasamos a una liturgia de la palabra que se abre con la expresión “Dios puso a prueba a Abraham” (Gén 22, 1-2. 9-13. 15-18). Qué grande el contraste: el domingo pasado tentaba el demonio; este domingo quien prueba es Dios mismo. Creo que vale la pena aclarar que la tentación incita al mal; la prueba, por su parte, ayuda a entender la solidez de la fe y evidencia la vida interior.

El acontecimiento que narra la primera lectura se sitúa en la montaña y, una vez, superada la prueba se anuncian bendiciones, a través de Abraham y sus descendientes, para todas las naciones de la tierra. Una prueba que no queda sin manifestar lo generoso que es Dios.

Así como Abraham no negó su hijo único, Dios Padre no retuvo al suyo, sino que lo entregó por todos nosotros (nos enseña Pablo en los versos de la segunda lectura -Rom 8, 31-34-). Como resultado de esto el apóstol descubre el regalo de toda clase de favores como si de algo inherente a la entrega se tratara. Favores entre los que resalta la justificación.

El relato evangélico (Mc 9, 2-10) también tiene por contexto una montaña. Aquí Jesús permite, como refiere la oración colecta de hoy, la contemplación gozosa de su rostro. La compañía de Moisés y Elías lo muestra como la plenitud de la ley y los profetas. La recomendación final que hace la voz del Padre desde la nube de escuchar al amado será la promesa de bendiciones que hemos señalado contienen la primera y segunda lectura de modo explícito. Contrario al relato del Génesis, en el evangelio no hay pruebas, sino revelaciones; no hay sacrificios, sino manifestaciones de la grandeza de Dios; no hay soledad, sino comunidad; no hay incertidumbre y desconcierto, sino plenitud y gozo; no hay oblación de ningún hijo, hay más bien complacencia.  Entre el “aquí estoy” como respuesta siempre atenta de Abraham y el “qué bien estamos aquí” como reacción de Pedro, aunque diversos, hay una gran complementariedad.

Para nosotros el “aquí estoy”, como el de Abraham, será la respuesta precisa cuando no entendemos el porqué de las situaciones y sin desespero procedemos confiando en el Señor; cuando soplan tempestades y la fe duramente se acrisola. ¡Qué bien estamos aquí! Cuando el perdón no se subordina a la conveniencia, sino que es fruto generoso del volver a comenzar mirando hacia adelante con proyectos de unidad, de paz y de caridad siempre nuevos. ¡Qué bien estamos aquí! Cuando para alcanzar los grandes sueños se asumen con dedicación las pequeñas y cotidianas cosas.

“Aquí estoy”, como el de Samuel (cfr 1 Sam 3, 1-18), será la contestación correcta cuando la llamada del Señor sea insistente incluso cuando el sueño nos tenga presos y la indiferencia haya nublado nuestras conciencias. ¡Qué bien estamos aquí! Cuando la tolerancia no dependa de la simpatía, del estar de acuerdo o del proceder similar, sino que sea expresión genuina del reconocimiento de la riqueza que se encuentra en la diversidad.

“Aquí estoy”, como el de Isaías (cfr Is 6, 1-8), será la disposición acertada incluso cuando nos sintamos pequeños para la misión que se nos pide. ¡Qué bien estamos aquí! Cuando las acciones superan las razones; cuando los gestos son más numerosos que los argumentos y cuando la transfiguración no se resiste al dolor. ¡Qué bien estamos aquí! Cuando, escuchando al Predilecto, no hay resistencia al anonadamiento… y es que solo desde la humillación se alcanzará la glorificación.

 

P. Ovidio Pérez Pérez

Para El Visitante

 

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