No es que les pida a las parejas emulara Adriana Díaz. Pero la dinámica que se da en este juego creo que aplica al matrimonio, cuando funciona como Dios manda. Esta es una relación de dos. Son dos que se unen para el gozo y la acción, en que ambos aportan para mantener viva la bolita saltando la red, y esto a pesar de los momentos en que uno ataca fuerte y para ganar el juego. Eso último de “ganar” no es buena imagen para entender la metáfora. La idea principal se sostiene: hay juego mientras los dos reaccionan, aportan, luchan por mantener la bola en el aire.
Hablo de la reciprocidad, el aporte que cada parte de la pareja realiza continuamente. De nada vale si la esposa se esmera atendiendo las necesidades de su esposo, si él no reacciona, o sencillamente aprovecha egoístamente lo que se da, pero no reacciona. En el ping-pong, si yo sirvo, y la otra persona se queda enbabia,llegará el momento en que tiraré molesto la raqueta y no habrá juego. El matrimonio exige el aporte mutuo en cada una de sus áreas. Una de las cualidades que mencionamos para una entrega sexual gratificante es que esta sea activa de ambas partes. Es pavorosamente egoísta la actitud de aquel marido que se tiraba en la cama y le decía a la esposa “negra, hazme de to’”. Y algunos, posiblemente más ellos que ellas, asumen esa misma actitud para desgracia de la pareja.
Un amigo me preguntó un día “¿Ofrecen ustedes talleres a novios?”. “Sí”, le respondí,“Cadames”.“Pues dígales que, si entran en el matrimonio para que los hagan felices, ya lo dañaron; uno entra para hacer feliz a la pareja. Llevo 22 años casado y eso nos ha funcionado”.Cuando uno se decide de veras a reciprocar en todo lo que atañe a llevar un hogar, el juego se mantiene con alegría. Si decimos que el matrimonio, en la práctica, es un acuerdo de mutua satisfacción, como tantas veces yo predico, se trata entonces de conocer qué necesita la otra persona en cada una de las áreas, y comprometerse a lograr, según mi capacidad, llenar esa necesidad. Hay juego cuando las tareas del mantenimiento de un hogar se dividen; cuando uno lleva los niños y el otro los recoge; cuando ambos se sientan a dividir los gastos del mes; cuando se escogen con mutuo gusto las actividades sociales o recreativas. Hay juego cuando yo sirvo y la otra persona responde.
Muchas veces he oído las quejas, sobre todo de esposas, de la indiferencia del esposo en las cosas del hogar. Como aquellos, estilo antiguo, que opinan que su única responsabilidad es que llegue el cheque para las necesidades mensuales del hogar. Y el que dice que “el hombre es de la calle, la mujer de la casa”. Eso lo usan para justificar su ausencia del hogar. Un chusco me decía: “Es que soy tímido para esas tareas”. Estoy de acuerdo en que no todos tienen la misma habilidad para todo. Por eso decimos que las tareas matrimoniales no tienen sexo. Las realiza el que tiene el tiempo y tiene la habilidad. Hay tareas en que mi aportación talvez sea mínima. Pero hay otras en que mi habilidad es única. Eso es lo que aporto. Lo que no podemos tolerar es la pasividad, o el mantenerme fuera de todo, o incluso ni siquiera agradecer al otro miembro lo bien que le quedó esto o aquello. No tendré yo la habilidad para llevarlo a cabo, pero agradezco la habilidad del compañero. De las tres palabras básicas en la pareja, según el Papa Francisco, la primera es “gracias”.
Ya es clásica la imagen de los dos burros, atados por la misma cuerda, y que ante cada uno se sitúa un mazo de heno. El impulso inicial de cada uno es acercarse a su hierba para comer solito, pero se lo impide la soga, cuando el otro también está pensando lo mismo. La solución es digna de Salomón: nos ponemos de acuerdo dónde ambos meteremos los dientes, y acabado un mazo de hierba, vamos al siguiente. Y la razón profunda es que nos amamos, que deseamos el bienestar para la otra persona, que nuestra decisión, como el mesero que está cerca de la mesa del comensal, estar atento a lo que se necesita para suplirlo al momento.
¿Qué impide esta actitud de reciprocidad? Nuestro egoísmo. Egoísmo que convierte a la pareja en instrumento de sus propios caprichos; en que pienso que cada uno debe rasparse su piragua, pero espero que mi cónyuge me raspe la mía. Egoísmo que me coloca a mí como el centro del universo, olvidando que el centro es la otra persona, a la que juré compañía, fidelidad y compromiso de convertirla en más de lo que es como ser humano, con lo que yo le regalo, porque le amo. Y entender por amor no buscar mi propio placer y provecho a costa del otro, sino buscar el bien de esa persona tan especial que tengo delante de mis ojos. Si decimos con el poema: “A cada ser que cruce tu camino dile: ‘Yo soy tu hermano’”, cuánto más a esa persona con la que me comprometí a compartir toda mi vida humana. ■