Canta así uno de nuestros melancólicos boleros. Parece un contrasentido, cuando en la práctica popular es el tiempo del jolgorio, los excesos en comidas y bebidas, la música típica. Y para nuestra fe, por encima de la parranda bulliciosa, a veces rastrera, es el tiempo en que celebramos “el comienzo de nuestra liberación con la venida histórica de nuestro Salvador”. Si hubiera razón para el bullicio sería esa buena noticia. Sin embargo, hasta la desgraciada tasa de suicidios suele aumentar en la época, nos preguntamos por qué.
Una razón sería el que, si no hay ninguna conexión con lo religioso, la fiesta se convierte en un jolgorio que cansa. Es como el que quiere hartarse más y más de lechón y acaba con una indigestión de madre. Son los empujones y el barrullo de la Sanse. Es el que después de “pasarlo bien” siente el hastío y la vaciedad del tedio. También el clima: las mañanas frías, la oscuridad temprana, puede influir en algunos. El entorno puede desarrollar un tono emocional determinado.
En algunas familias la fiesta se conecta con el abuso del ron. Es el tiempo donde el alcoholismo resulta más evidente. Es, por tanto, un tiempo que se teme que aparezca ese fantasma que la familia ya arrastraba dolorosamente. A esto se puede añadir la tristeza de las embrollas y el consumismo exagerado en que algunos se meten: gastos sin medida, competencias para mantener el status, olvidando que status es “gastar lo que no tienes, para comprar lo que no te hace falta, y darle gusto a los que te caen mal”. Después vendrá la dolorida cuesta de enero para ponerse al día con las deudas o buscar más especiales. A esto se añade la tristeza de la añoranza de tiempos mejores, el recuerdo de los seres amados que ya no están para celebrar con nosotros. En fin, por todas estas razones es posible que para algunos la Navidad no sea un tiempo esperado con gozo.
Sin embargo, la fe es la que da la razón genuina de lo que celebramos. Decía un lema en inglés: “Cristo es la razón de la estación”. Los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento estallarían ahora de la alegría al ver logrados sus sueños de liberación total. El que vive de veras la fe cristiana, por encima de las deidades humanas, que tienden a apagarnos, expresa el gozo de que: “Él plantó su tienda en medio de nosotros”. Las poéticas expresiones de Isaías rasgando las nubes con deseo de que lloviese el Salvador se ven cumplidas con realismo divino. La llamada para nosotros es el otro lema: PON A CRISTO EN TU NAVIDAD. Somos la única religión que afirma este encuentro de lo humano y divino en Jesús. San Pablo lo expresaba bellamente: “Porque se ha manifestado la gracia salvadora (benignidad) de Dios a todos los hombres” (Tit 2, 11).
Esta presencia de Dios entre nosotros nos habla de Exaltación de lo humano. Decían los antiguos teólogos: “Lo que no se asumió no se sanó”, para expresar la necesidad de que todo lo humano positivo lo asumiese el Salvador para así sanarlo. “Dios anda entre pucheros”, decía Sta. Teresa. “Y vio Dios que era bueno”. A lo divino se va por la humanidad. El prefacio de la misa lo pronuncia: “Para que conociendo a Dios visiblemente seamos arrebatados por Él al amor de lo invisible”.
Esta presencia de Dios entre nosotros nos habla también de la exaltación de lo humilde, lo pequeño, lo que no parece grandeza. En el plan divino TODO asciende; también nuestras pasividades, nuestros fracasos, nuestras cruces y dolores. Cuando se acepta este modo de pensar, la fiesta cobra sentido. Y solo los que así piensan tendrían derecho a formar todo el barullo de que sean capaces.
P. Jorge Ambert, SJ