El ideal cristiano de que la pareja consiga llegar a ser una sola carne, no es tan fácil de conseguir. Lo obstaculiza el ambiente que nos rodea, que normalmente no predica eso como objetivo. Alguno lo admira, pero nada más. Peor el tipo de sicólogo cuya filosofía consiste en que tú seas feliz, aunque sea a costa de la infelicidad de muchos, o a costa de tus propios principios. Lo obstaculiza el egoísmo, que llevamos clavado en el pellejo desde que Adán fue débil ante la invitación de Eva.

Yo considero que algo de esa profunda aleación se ha conseguido, cuando la pareja puede afirmar con verdad los versos populares: “Ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio; contigo porque me matas, y sin ti porque me muero”.  Es una disyuntiva que sufre el amante y, aunque contradictorio y lleva a la muerte, es la expresión más precisa de que hemos conseguido el ideal. Es muerte. Es, como en el principio pascual, resurrección y vida. Es como la frase de Jesús: “Si el grano de trigo, caído en tierra, no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”.

Los versos son realistas. Convivir y compartir vida con otra persona, aunque sea deseada y escogida, no será fácil, ni dulzura, en algunos momentos. Porque aparecerán los fallos de esa persona, que aún no es santa. O aparecerán los egoísmos y fallos míos, mi fragilidad humana. El resultado será sentir una muerte, un dolor de estar con esa persona, un deseo de apartarla, para liberarme de lo que me duele. Pero, y ahí viene lo glorioso, esa decisión de apartarla no la puedo aceptar, porque también sin ella me muero. ¿Y por qué me muero? Porque caigo en la cuenta de que su presencia es vital para mi propia persona. Porque el matrimonio es encontrar a una persona que es tan vital para mi propia realización, y la realización de ella, que, si la dejo escapar, soy un estúpido.

Prefiero esa muerte. Porque es vida. El que se divorcia lo decide buscando una liberación de algo desagradable. Si en realidad de lo que huye no era desagradable verdaderamente, se encontrará con más desagrados en las nuevas personas que busque. La solución estaría en trabajar con ese desagrado, y sentir que más pierdo si huyo de esa persona, que si me quedo trabajando el asunto. Es la anécdota del actor James Cagney, irlandés católico. Le preguntaron un día: “¿No ha tenido usted deseos de divorciarse? Respondió: “De divorciarme no; de estrangularla sí”, pero seguía en el matrimonio, que ya contaba 40 años.

El matrimonio que, consciente de que se entró en la relación con una buena preparación, motivado en lo profundo a vivir ese compromiso, va a toparse con situaciones de muerte. Hasta los grandes santos experimentaron en algún momento el silencio de Dios, la ausencia sentida de la profunda motivación para dedicarse al Amado. Pero perseveraron. Y vivieron la consolación de la unión con el Amado. Veo, pues, que es gracia divina el que una pareja, ante los choques vitales que son como el termómetro en el desierto (fuego de día, hielo de noche), pueden recitar, para animarse, el “ni contigo, ni sin ti”. Conocemos parejas que, al morirse él o ella, la persona sobreviviente no siente fuerzas para seguir viviendo. Tal vez la dependencia de esa persona era excesiva. Tal vez la unión era tan fuerte y vital, que el otro queda sin fuerzas para vivir. Es como el árbol al que le quitaste el agua y el abono. Como decía uno “no es que no quiera tomar la medicina, es que no quiero vivir”. Es como el canto de Christian Castro “mi vida sin tu amor no es más…”. Si no tengo ese amor pierdo la sangre que bombea desde mi corazón para animar todo ese organismo. Por eso, considero que es gracia divina el que la pareja pueda decir con verdad el verso: “Ni contigo, ni sin ti”.

P. Jorge Ambert, S.J.

Para El Visitante

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