Dramática siempre será la expresión del profeta Isaías que clama: “El pueblo que caminaba en la oscuridad vio una gran luz; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló” (Is 9, 2; Misa de Medianoche). El drama es toda la Historia de Salvación, en la cual el profeta juega un papel importante. Su misión es la de llamar al Pueblo de Dios, sometido a la penosa experiencia del exilio en Babilonia (circa 587 bC), a vivir de la esperanza. La mencionada “oscuridad” es simbólica de todo un estado de ánimo, de desencanto, de desilusión. Acostumbrados a su convicción de ser el pueblo escogido, ahora han caído en la desgracia, como pueblo sufrido. La “gran luz” anunciada, es referencia directa a la promesa de un Mesías que traerá liberación. Quisiéramos creer que esa historia del pueblo israelita, es arquetipo del pueblo cristiano, que vive siempre entre “luces y sombras” (Vaticano II; Lumen Gentium); la claridad de la gracia y la oscuridad de la maldad.

Notemos cómo en la celebración popular de la Navidad, esta se manifiesta de diferentes maneras en las distintas culturas. Sin embargo, un símbolo común entre todas las culturas cristianas, parece ser la explosión de luces, cirios, fuegos artificiales y múltiples otras modalidades de luz. La oscuridad, según nuestra experiencia, puede ofrecernos tranquilidad o gran preocupación. Recordamos inconscientemente, los 9 meses de oscuridad que vivimos en el vientre de nuestra madre. Hubo tranquilidad ilimitada, hasta el trauma del desprendimiento, cuando empezamos a vivir en la luz. Interesante señalar que, en nuestros años de infancia, cuando nos sentíamos amenazados por cualquier situación, nos escondíamos debajo de la cama o en un ropero. ¡Buscábamos la tranquilidad de la oscuridad ya perdida!

En nuestra vida adulta, para concentrar a manera espiritual en la oración y meditación, cerramos los ojos, y así, en la oscuridad, enfocamos la intimidad con el misterio de Dios. Históricamente, nuestros templos antiguos de siglos pasados, eran construidos sin ventanas. Con la excepción de unos tragaluces en lo alto del arco del techado, todo era oscuridad. La idea era pedagógica. La fe nos enseñaba que Dios era misterio. Su divinidad se escondía en la oscuridad. 

Mencionamos que la oscuridad también, puede causar gran preocupación o miedo. Usualmente, acostumbrados al lujo de la luz eléctrica, un apagón nos causa molestia, incomodidad. No se supone que eso suceda. “Vivir en la oscuridad” es una expresión común que implica anonimato, ignorancia, o algún estado de ánimo que lleva a la enajenación personal. En el contexto de la fe, la oscuridad se asocia con el pecado, o sea, la falta de la luz de la gracia. 

La Navidad, el evento redentor del Dios que nace hombre, disipa la última oscuridad, que es la de nuestra muerte. Sin embargo, tendríamos que aclarar que la celebración como tradición, no necesariamente tiene repercusiones de liberación espiritual para todos. De ahí, que nosotros, los de la familia de la fe, tengamos que hacer un constante esfuerzo por no dejarnos arrastrar por el aspecto cultural solamente. La fiesta pueblerina tiende a limitarse solo a la dimensión secular y comercial del suceso navideño.

Navidad siempre es un regalo necesario que nos hacemos a nosotros mismos, los arraigados firmes en la fe. Es el sacudión que disipa el letargo de un corazón cansado de creer y esperar. Es la persuasión más efectiva para abrazar la vida tal y como es, con todas sus arrugas e incongruencias, los sinsentidos de la convivencia espiritual, conyugal, familiar y social. Navidad exige que dejemos ya de estar recordando el milagro de la Encarnación como un hecho del pasado. ¡Es el milagro de todos los días! Sucede cada vez que este corazón de carne nuestro se enamora, se estremece ante el sentirse amado, tomado en cuenta, sorprendido por la ternura de un perdón no merecido. Es atrevimiento de seguir cambiando nuestras vidas aturdidas, de seguir creyendo que “yo quiero y que yo puedo”.  La oscuridad de la inutilidad aprendida se disipa en Navidad, si nos hacemos vulnerables al misterio de Dios, hecho hombre. ¡Feliz Navidad!

Domingo Rodríguez Zambrana, S.T.

Para El Visitante

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