Hay casos en que la persona se confiesa y “siente” aún el peso de sus pecados. Hay que creer firmemente que esa culpa ya no está, ya no existe después de la absolución, porque realmente ha sido borrada, aunque todavía se perciban sus efectos secundarios (que ciertamente perduran), por el desequilibrio que se produjo en la personalidad debido al apego desordenado a las creaturas. Esto deja un resto de disposiciones, inclinaciones y debilidades que deben ser purificadas. Como muy bien señala el Catecismo de la Iglesia Católica (1473) estas penas temporales que aún quedan, desaparecen con la oración, la penitencia, las obras de misericordia y de caridad. Una forma importante también de sanar estas huellas o restos del pecado perdonado es la aceptación paciente de las cruces, no solo de las que Dios nos manda sino también de aquellos sufrimientos que están directamente relacionados con nuestro pecado, de los que fuimos causa.
La penitencia es una terapéutica eficaz de muchas maneras y en varios niveles. Por eso el sacerdote confesor deberá saber interpretar la vida en su totalidad y dar consejos que –teniendo en cuenta el estado y el nivel espiritual del penitente– alienten a una “reorientación radical de toda la vida” (CIC 1431). Por eso es aconsejable tener un confesor fijo para que pueda darse este conocimiento más profundo y una ayuda eficaz.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla entonces de una reorientación porque ha considerado que el pecador se encuentra desorientado, que ha perdido el verdadero sentido de la vida, su dirección hacia el fin. Sin duda el penitente debe tener una actitud de apertura, de escucha atenta, de deseo y resolución de cambiar de vida, dándole un giro que lo llevará al despliegue sano de su personalidad; y con el convencimiento de que, aunque el salir del pecado sea doloroso y a veces requiere un gran esfuerzo, siempre es un camino hacia una vida mejor. El pecado generalmente ciega y oscurece la inteligencia fortaleciendo fines ficticios que son los que estructuran las patologías, como bien lo ha demostrado el psiquiatra de origen judío Alfred Adler1, también contemporáneo de Freud. Sometida al pecado, la persona pierde cada vez más la objetividad en sus actos y hasta llega a querer justificarlos y que los demás se los acepten, afianzando así esos fines artificiosos que dirigen todas sus conductas, y forman un estilo de vida neurótico (como lo demostró Adler). Generalmente se sufre en esta situación, pero hay personas que no están dispuestas a cambiar. Los psicólogos nos encontramos muchas veces con estos pacientes que quieren que se les busque una justificación a su estilo de vida para seguir adelante de la misma manera. Por pereza y comodidad, o porque han encontrado en los síntomas neuróticos beneficios secundarios.
Por eso el penitente debe poder abrir su alma al confesor y poder expresar con humildad su estado, sus debilidades, sus imperfecciones, sus miserias. Dice Santo Tomás: “La misericordia bien ordenada, exige que el hombre remedie por la penitencia las miserias en las que incurre cuando peca”.
La confesión es terapéutica también en cuanto la persona empieza una vida más razonable, obviamente esto significa en conformidad con los mandamientos, que pueden ser comprendidos por la razón natural. Pues solo cumpliendo con la ley natural puede afirmarse que una personalidad posee salud mental. Hay salud y orden psíquico cuando la persona obra según su propio bien perfectivo, el bien de su naturaleza, y esto es lo que nos enseña el Decálogo, que como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica nos muestra “la verdadera humanidad del hombre” (CIC 2070). En su contenido primordial (sobre todo en los preceptos negativos) son obligaciones graves porque valen siempre y en todas partes (CIC 2072). Transgredir la ley natural enferma, desequilibra, desordena, aún cuando se haga sin plena conciencia. Como afirma Aristóteles, para ser feliz hay que “dar en el blanco”, como el arquero. Y muchos se equivocan.
(Segundo de varios artículos / Dra. Zelmira Seligmann)