En la segunda parte de este artículo, Sor Magdalena María Alicea Vázquez de las Monjas de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo (Monjas Carmelitas) en el Monasterio Carmelita de San José en Trujillo Alto compartió su testimonio como vecina de la familia del beato puertorriqueño Carlos Manuel Cecilio Rodríguez Santiago.
De sus memorias recordó que, aunque vivía en el mismo vecindario al principio no compartía con los Rodríguez Santiago. “Yo vivía cerca de él, al cruzar la calle y una casa más, en la Calle Intendente Ramírez. Mi casa era la #7 y la de él la #14. Yo no compartía con ellos. Ellos me conocían a mí desde pequeña, porque mi papá tenía un colmado en la misma esquina y su mamá y su tía iban al colmado a comprar todas las mañanas. También mi tía era costurera y le cocía a la mamá de Chali (nombre por el que le llamaba su familia)”.
No fue hasta su llegada a la escuela superior en 1954, a la edad de 16 años, que Sor Magdalena tomó una clase de matemáticas con Tita, la hermana del beato. La familia de Magdalena no era practicante de la fe, sin embargo, al mes de haber empezado el curso, Tita le puso un rosario en el pupitre y le dijo: “Esto es para que vayas todos los días a rezar a la iglesia, porque se reza todo el mes de octubre”. A partir de ese momento, comenzó su asistencia al templo. “Empecé a asistir y ahí entré en la familia, porque me invitaron a su casa a comer todos los viernes, almuerzo y comida. Allá pude conocerlos a todos y compartir con ellos, incluyendo a Chali”, comentó.
Lo que nunca imaginó fue el impacto que tendría en su vida la relación con ellos. Con Carlos Manuel no solo aprendió sobre la Liturgia, el Adviento, la Navidad, el Oficio divino o la importancia de participar en la misa, sino que también la catequizó para la Primera Comunión y la Confirmación. Además, con su amiga Haydée iba todos los sábados al Centro Católico “La Casita” a limpiarla, desayunar juntos, participar de la Eucaristía y tomar dirección espiritual con el Padre Quevedo. De la Casita dijo que fue un semillero de vocaciones, pues todas sus amigas entraron a distintas órdenes.
Por su edad se relacionó mucho con los sobrinos pequeños de Carlos Manuel, y mayormente compartía con toda la familia en las noches cuando él tocaba el piano mientras ella lo escuchaba. “Como todo el mundo se iba, yo me quedaba con la mamá de él y caminaba por la casa. Una vez fui a la habitación de él, y veo que tiene un altar, la Virgen y un velón rojo. Le digo: ‘Chali, ¿tú tienes el Santísimo en tu cuarto?’. Porque vi el velón rojo y como decían que indicaba que el Santísimo estaba ahí. Entonces él me dice: ‘No muchacha no, esa es una vela para la Virgen’. Por eso también me pedía que fuera a casa de una amiga que teníamos en común a buscarle café de la india, y cositas para ponerle a la Virgen”, rememoró la monja de 82 años quien nunca se percató de su enfermedad.
Entre lo más que le impactó de la vida del beato fue su espíritu de caridad, disponibilidad y de sacrificio. “Lo veía llegar con un montón de literatura. No tenía carro y esperaba la guagua en Río Piedras para venir hasta Caguas. Aunque el tramo de la plaza a la casa no era largo, venía con todo eso. Era una persona privilegiada, traducía del inglés al español, pero era una cosa bien rápido. Se quedaba después de su trabajo y todo eso lo pasaba a maquinilla y después los distribuía”, dijo.
Fue gracias a la formación que él le diera y a su relación con las Hermanas de Notre Dame, parroquia donde también estaba la escuela dirigida por las religiosas, que descubrió su vocación. “Las veía rezar el Oficio divino y eso me atrajo mucho, ya Chali me había enseñado. Mi vocación era ser maestra y qué mejor que entrar con ellas”, sostuvo.
Con cariño recordó que: “Cuando me enteré que lo beatificaron me la pasé llorando de la emoción” y si de algo no tiene duda es que “la gente se benefició mucho con el legado y la vida de Chali”.
Nilmarie Goyco Suárez
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