Otro hábito negativo en el matrimonio es cuando la pareja, sin querer queriendo, va relegando al lado su relación conyugal. El foco de luz, como el reflector que persigue al artista en el escenario, ya no es la pareja, ni la salud de nuestra relación. El foco son ahora muchas otras cosas, algunas positivas y buenas, pero que desenfocan la atención, y las fuerzas espirituales de los cónyuges. Es como aquel personaje de Sunshine que preguntaba ¿cómo están uds? , para responder ¡No me importa! Es, en cierta manera, dar por sentado el matrimonio. En el noviazgo el esfuerzo estaba reenfocado en el otro/a, ya que mi interés era conseguir su atención y su voluntad para conmigo. Aquí, como que ya conseguí la presa, ¿para qué voy a atenderla? ¡Se guarda en el frigorífico! En ese sentido diría Sócrates, que el matrimonio es como una red de pesca, que los que están fuera quieren entrar dentro y los que están dentro quieren salirse. Y surgen entonces muchos otros intereses.
¿Y qué cosas? La lista es múltiple. Una, en las parejas que consiguieron concebir el hijo, es centrarse (sobre todo la madre) en ese hijo. Él se lleva todas las atenciones: sus caricias, su alimento adecuado, las congojas si su salud se afecta. Son las supermamás y superpapás, que olvidaron ser superparejas. Un marido conocí que, en su análisis de la situación se dio cuenta que estaba sintiendo celos de sus hijos, porque le habían robado a su compañera. ¡No luchaba emocionalmente contra un perverso enamorado, sino contra sus hijos! Tristemente, esta puede ser la pareja que, cuando ya los hijos se despegan del hogar, y viene el nido vacío, no encuentran sentido en su estar juntos, y se divorcian.
Se deja a un lado el matrimonio cuando, ante el rigor de mejorar defectos, o aguantar malas caras de la otra persona, me centro en el trabajo. Es el marido que busca subterfugios, aun los que parecen más santos, con tal de no llegar temprano a casa a aguantar la cantaleta. Como aquel que, al reclamarle telefónicamente la mujer que ¿por qué no llegas? Le respondía: “Estoy en la Oficina”. Era un bar en Guaynabo. Como otro bar tenía por nombre “Aquí mejor que enfrente”, estaba situado frente al cementerio municipal.
El matrimonio queda al lado cuando ya se olvidan los detalles, las caricias, las sorpresas agradables. Un viejito agonizaba y la esposa, dolorosamente le habló: “Lo único que eché de menos en ti es que no me decías “te amo”. Y el viejito: “Si recuerdas, te lo dije cuando nos casamos, y así sería, si no cambiaba de parecer. No he cambiado”. Olvidaba el viejito que lo que no se repite no existe. Cambiarle a un buen carro el aceite y filtro una sola vez en la vida lo llevará a desbielarse. La Coca-Cola se vende mucho, pero sigue anunciándose y cambiando el anuncio.
Dejas el matrimonio al lado cuando ya no te importa tu pareja. A lo más la toleras. Si no es que la odias. Como es posible que una esposa se me quedaba: “Tuve que internarme en el hospital para una batería de exámenes; mi esposo no me llevó; los días que estuve recluida no me visitó; hace un mes que salí del hospital llegando a casa en taxi; y aún no me ha preguntado ¿en que pararon aquellos exámenes?”. Esta es para mí una escena diabólica. En una charla yo predicaba sobre los demonios que se introducen en el matrimonio. Este es uno: la inferencia ante el cónyuge.
El matrimonio surge de la voluntad seria de lograr con la otra persona una aleación. El bronce resulta de la unión del cobre y el estaño. Es una unión calculada en su proporción, vigilada. La pareja ha de conseguir, por su compromiso ante el Señor, ese nuevo producto, resúltalo de la unión de dos seres diferentes. Esto no resulta de por sí, como el moho o el hongo en la casa abandonada. Es trabajo continuo. Es tarea por hacer. Y lo único que podría desenfocarnos, para encontrarnos y enfocarnos más, es cuando Cristo se encuentra en el corazón de la pareja. El no está al lado; está en el centro.
P. Jorge Ambert Rivera, SJ
Para El Visitante