En el relato del Génesis los autores, partiendo de sus conocimientos del momento, comparten unas verdades profundas sobre el hombre desde su fe. Ven que el ser humano está dividido en los dos sexos y se preguntan cómo salió esto. Desde luego salió todo de la mano del único Creador.
Y como hay que empezar por algo, empieza por la creación del varón. Pero esta creación está incompleta. Como canta el Puma: “Al principio de la vida, de la luz y de la lluvia, el hombre estaba solo”. En ese momento el varón era dueño de todo lo creado, pero estaba solo.
Dios completa esta creación sacando de algo del mismo varón un reflejo de él fuera de él, en que se completa la creación de los reyes del nuevo mundo. Son macho y hembra, en una diferenciación biológica y complementaria. Pero en una complementariedad también emocional. Ambos, en su unión, serán ahora reflejo de lo que es el mismo Dios fuera de él. Por eso serán “reflejo vivo de Dios vivo”. La profunda soledad del varón se rompe con la creación de la mujer, y la soledad de ella la rompe la presencia del varón.
Dice un mito griego que al principio el ser humano era hermafrodita, pero por un pecado los dioses dividieron en dos pedazos aquel ser original. Y desde entonces cada pedazo está buscando cuál es el suyo.
Conseguir lo original es conseguir plenitud y felicidad; insistir en el pedazo que no es, resulta en frustración. Solo con el pedazo original se rompe la soledad original. El noviazgo será la etapa en que cada pedazo averigua si son parte del ser original. Insistir en unir lo que no corresponde es insistir en el fracaso y en la soledad profunda. “Tuvo miedo, mucho miedo de la oscuridad y el viento. Tuvo miedo de la sombra y del frío en el invierno, de la noche solitaria, del silencio tan inmenso, de la tierra desolada”. Así lo canta el Puma. La presencia de la mujer logra que se llegue al concepto original de que, a través del amor, se rompa ese silencio. “Entonces de la mano del Señor surgió el amor hecho mujer, para calmar y compartir el frío y llenar la tierra con los hijos infinitos”. Surge otro dato adicional: el que de ese amor y unión la tierra se llene de otras imágenes suyas, que vienen también a romper la soledad del origen.
El Puma añade otro dato que amplía la necesidad de la mujer: “Para crear y compartir un techo y ahuyentar la soledad y el miedo con amor”. Es la pareja llamada a construir su nido, lo que supone compromiso de convivencia, estabilidad, clavar las cuñas que levantan la tienda. No es algo para el fin de semana. Hay continuidad y permanencia. Hay nido. Es triste, por eso, que muchas parejas hayan perdido su hogar por no poder pagar la hipoteca del Banco. Hasta los pájaros del campo tienen nido. Es ese abrigo quien ayuda, entonces, a la pareja a ahuyentar la soledad y el miedo. Es el hogar, no una casa, donde se vive el fuego, el calor, el abrazo, el apoyo, la unión ante el mundo adverso que infundía miedo. Ya somos dos, ya somos más, ya somos crecimiento adicional con los hijos, que perpetúan el dominio de la raza humana sobre la creación.
No lo canta el Puma, lo canto yo. La pareja acepta la misión de visibilizar eso que llamamos amor. Ya no es una entelequia filosófica, o el motivo para el cantautor. Es algo que se ve, no es abstracto. La pareja recibe como misión decirle al mundo que eso del amor es real porque nosotros lo vivimos. Quién los contempla en su hogar ve que se abrazan, se preocupan el uno por el otro, ríen juntos, lloran juntos, luchan juntos contra la adversidad. Es el hijo que ve cómo el padre llora la muerte de su mujer y exclama: “Esa noche entendí lo que es el verdadero amor; dista mucho del romanticismo, no tiene que ver demasiado con el erotismo, ni con el sexo; más bien se vincula al trabajo, al complemento, al cuidado; sobre todo al verdadero amor que es profesando dos personas realmente comprometidas”.
P. Jorge Ambert, SJ
Para El Visitante