En la Sala Superior de San Juan del Tribunal de Primera Instancia se presentó, hace unos días, una demanda contra la Gobernadora y otros funcionarios. Los demandantes son seis creyentes y una persona que informa que es atea. Alegan que en los programas informativos sobre la pandemia, organizados por la Gobernadora y transmitidos por WIPR, (i) el moderador se despide con una cita bíblica, (ii) el Director del Task Force “exhortó a la ciudadanía a que viese la cuarentena… como un sacrificio de cuaresma”, (iii) durante la Semana Santa “WIPR transmitió varios servicios religiosos o misas celebradas en el Vaticano” y un concierto de repertorio cristiano, (iv) se “llevó a cabo un acto de oración en la Fortaleza que fue trasmitido por las redes oficiales” y que la Ejecutiva exhortó al pueblo a “elevar una Oración al Santísimo” y a “encomendarnos a Dios”; y, en resumen, (v) que los demandados han utilizado los recursos del Estado para promover la fe católica y la cristiana.

Ciertamente, las constituciones de Puerto Rico y de los Estados Unidos contienen dos cláusulas que garantizan (i) la inexistencia de una religión oficial y (ii) que la ciudadanía pueda vivir libremente su fe. También es cierto que nadie, a estas alturas de la historia, deba oponerse al contenido de las cláusulas citadas. La Constitución de Puerto Rico contiene una tercera cláusula que establece una “separación total” de Iglesia y Estado, producto del temor que, en 1952, condujo a pensar en que, en el nuevo régimen constitucional, la Iglesia Católica pudiera resultar favorecida.

Como puede observarse perfectamente en la demanda, ninguna de las acciones realizadas por los funcionarios tiene el propósito de favorecer una religión oficial; tampoco pretenden limitar las libertades religiosas. Mucho menos persiguen entretejer la Iglesia con el Estado. En el orden más práctico: resulta imposible que, de haber existido tales propósitos, estos pudieran concretarse. Pero desarrollar esta postura sería insistir en el argumento jurídico y,  aunque a este le llegará el momento oportuno, no es lo que importa recalcar aquí. Me interesa, mucho más, hablar de la demanda en sí misma.

Lo más penoso de la alegación no es su desatino jurídico. Mucho más triste es la incomprensión que exhibe de nuestra cultura nacional. No asimila que nuestros vínculos con Dios son un rasgo de nuestro perfil antropológico. La cita bíblica con la que se despide el moderador de WIPR equivale al “si el divino Creador lo permite” que pronuncia Pedro Rosa Nales al despedirse, cada noche, hasta la próxima edición. Vivir la Semana Santa de una manera distinta a cualquier otra semana, -aunque sea en la playa- está tan estampado en nuestra alma colectiva como el In God we trust en el dólar. Nuestros líderes políticos tradicionalmente han participado en actos de oración y de ayuno. Al Presidente Obama, la noche que aceptó su triunfo en las elecciones de 2008, le precedió en la tarima el pastor de su congregación. Invocar a Dios para pedirle que nos proteja es, para la gente de Puerto Rico, algo tan típico como celebrar el día de Acción de Gracias, aunque esa fiesta provenga de una ley del Congreso. ¡Nada se diga de las fiestas de Navidad ni de las promesas de Reyes! Hallar algún signo de la fe en nuestros despachos públicos -y en los privados- resulta tan natural como lucen las tablas de la ley mosaica en el edificio del Tribunal Supremo en el Distrito de Columbia.  La voz “cuaresma” no es una palabra extraña en nuestros labios y tiene consecuencias hasta en el menú de las cafeterías y los restaurantes. ¿Para qué mencionar la celebración de fiestas municipales dedicadas a los santos de la Iglesia Católica? Todos estos rasgos forman parte de aquello que el P. Félix Strüik, dominico holanriqueño, siguiendo libremente la terminología de Jung, llamo “inconsciente colectivo puertorriqueño”.

Por fortuna, ni la oficialidad ni la membresía de ninguna congregación ha objetado esta realidad social en Puerto Rico. Tampoco se habían presentado pleitos en los tribunales hasta el que acaba de presentarse en la Sala Superior de San Juan.

Hablar hoy de “separación de Iglesia y Estado” está realmente desfasado. Por ejemplo: una ley fundamental, la Constitución Española de 1978, establece: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.” El Estado no tiene su gente y la Iglesia la suya; ambas instituciones comparten el mismo pueblo y la misma ciudadanía. Véase: Lemon v. Kurtzman, 403 US 602, 614 (1971), y alguna de las cuatro mil y pico de veces que ha sido citado en la jurisprudencia norteamericana.

“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”, (Jn 6, 68).

Por: Dr. Ramón Antonio Guzmán, diácono y catedrático de derecho

Para El Visitante

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