Es parábola evangélica.  Hay una perla preciosa de oferta en el mercado.  No le prestan atención.  Pero un individuo experto, como sabe su valor, va y vende todo lo que posee para comprar esa perla.  Sus amigos le cuestionan, le llaman loco. ¿Cómo te has quedado sin nada para poseer esta pequeña perla? El sabe que con ella recupera lo que vendió y logra más ganancia.  ¡Es la perla preciosa!

Considero básico en el matrimonio que veas a tu cónyuge como esa perla.  Si para el esposo su esposa es una mujer más, no capta el núcleo de la experiencia matrimonial.  Si no encuentra en él, o en ella, algo único, imprescindible, irrepetible, no ha llegado al núcleo; se queda en la periferia.  Para el heterosexual, toda persona del sexo opuesto posee un atractivo.   Para el respetuoso del otro algo atractivo encontrará en las personas que cruzan su camino.  Para el casado su pareja posee algo no repetible en otras personas,  también atractivas por alguna razón;   esa persona es la perla preciosa.  En una fórmula de consentimiento matrimonial se expresa así: “Tú eres esa persona excepcional, en que yo encuentro que la llamada que Dios me hace para crecer en el amor, solo contigo la puedo completar”.  

Ver a tu cónyuge como esa perla preciosa que Dios, mercader divino, te ofrece en los pasillos de tu vida.  En la película West Side Story el muchacho, impacto por la joven María, pierde la noción de todo lo que la rodea; todo desparece para quedar  en la imagen solo María.  Romántico, y tal vez ingenuo, pero retrata una profunda realidad:  ella es la perla preciosa, que merece el sacrificio más grande, con tal de no perderla. “Tú eres ese, esa, de quien recibiré intensa y perfectamente el amor que Dios me ofrece, el don de ser completamente conocido, aceptado  y amado”.

He pensado, y me confirmo,  que el genuino casado es el que ha encontrado,  en los avatares de la vida, otra persona tan significativa para el entenderme y realizarse, que sería estúpido si la deja escapar.  Como el mercader experto, es estúpido si deja pasar esta ocasión,  en que ponen en venta la perla preciosa que siempre soñaba.  Vende todo que tiene.  Porque ha encontrado la persona que le define, la otra mitad que según el mito griego “los dioses inmortales  lanzaron a los vientos  para que cada uno recuperara el ser original”.  

Si te convences de que tu cónyuge es la perla preciosa, hay que pagar el precio.  Se paga no solo para conseguirla.  Se paga, sobre todo, para mantener su brillo.  No bastan los sacrificios originales para conseguir un “sí, te quiero”. Difícil es mantenerla.  Por eso, repetimos que el matrimonio es  tarea por hacer.  El precio de la perla preciosa te persigue como una hipoteca.  Hipoteca que se acaba de abonar con la muerte.  En la medida en que estés convencido, o convencida,  de que tienes en tu poder la perla preciosa, en la medida en que  reconozcas su preciosidad,  tu “venderlo todo” estará presente.  Es lo que dice la fórmula del Génesis “dejará el hombre a su padre y a su madre”.  Eso no lo podía hacer Adán, pues no tenía progenitores.  Habla el texto del presupuesto futuro  que exigirá a todo Adán, y Eva, el entrar en esta relación tan única que se llama matrimonio.  Es hipoteca de por vida. En ese sentido tendrías que decir “hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana”. 

Considero que es este un punto clave, fundamental.  Es parte de la zapata profunda que requiere la construcción de un edificio  que vuela hacia las nubes como el matrimonio.  Cuando aparezca el hecho de que existen otras perlas, de otros colores, también valiosas, no flaquearás deseando  buscar otras, pues el valor de tu perla es único para ti.  Cuando aparezcan defectos en esa perla, porque el tiempo produce grietas, o manchas en el blanco original (tu perla es ser humano), no cederás a la tentación de arrepentirte del negocio original.  Sigue siendo la perla por la cual renuncié a tantas otras perlas, a tantas otras diversiones, a tantos otros oficios.  No hay perla como mi perla.  Y podrías, o tendrías,  que decir como Martí: “Nuestro vino es amargo, pero es nuestro vino”.

Padre Jorge Ambert, SJ

Para El Visitante

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