Entraba al estacionamiento junto con una multitud. Al frente en parecía todo un caos con autos tomando dos estacionamientos, todos virados… Más allá de sucumbir al desorden decidí tomar un momento y estacionar en reversa y sin tomar espacio del otro. Pero lo que me sorprendió fue que los próximos 5 carros se preparaban para hacer lo mismo… Parece algo simple, pero el poder del ejemplo es increíble. ¿Qué tal si aplicamos esto a la vivencia de la fe?
Es que pareciera que entre el decir y el hacer hay un precipicio enorme. El prójimo, que es nuestro próximo, observa e intuye nuestra vivencia y nuestra felicidad. Por eso ya especifica la escritura que una “fe sin obras es muerta” (St 2, 26). Como seguidores de Cristo, anhelamos la patria celeste y edificar un mundo a semejanza de próximo. Para construir la teoría y experiencia es importante. Conocer qué se va a hacer, por qué se va a hacer y soñar es parte del proyecto. Pero, actuar es el traer a este mundo la belleza de esos sueños.
No estamos exentos de fallar, pero actuar lejos de nuestros sueños, de nuestro llamado evangélico, es debilitar nuestro testimonio. Por otro lado, si logramos que nuestro que nuestros actos diarios señalen a Dios, a la bondad, al amor, a la y a misericordia, estaremos en esa línea blanca que comienza el camino a la santidad. Y sucederá algo increíble. La familia, los amigos y vecinos que nos rodean verán nuestros pasos misericordiosos. Será un eco sacro, una brisa suave que esparce la bondad. Y quien sabe si esa pudiera ser la llamada de Dios que se manifiesta en el silencio para otros. Solo faltas tú y yo, juntos podremos decir como María: “Mi alma canta la grandeza del Señor”, (Lc 1, 46).
Reflexión: ¿Mis actos reflejan que soy hijo de Dios? ¿Qué es lo que gritan mis actos? ¿Cómo está mi fe? ¿He actuado con misericordia hoy? ¿Acerco a mi familia, vecinos y amigos a Dios con mi ejemplo?
Enrique I. López López
Twitter: @Enrique_LopezEV