Sin lugar a dudas, la Cuaresma es un hermoso camino hacia la Pascua, la madre de todas las fiestas. En el primer domingo de Cuaresma, nos unimos a Jesús para superar las tentaciones del maligno en el desierto.
Hoy, del camino del desierto acompañamos a Jesús al camino de la montaña. Allí, junto a Juan y Pedro, el Señor, se transfigura, cambia de rostro, se transforma. Uno, el desierto, un camino árido, de sequía. El otro, la subida a la montaña que es un camino de cansancio, de fatiga, igual que nuestro caminar por la vida. Sin embargo, por lo más difícil y cuesta arriba que parezca nuestro caminar, nos anima, que nuestro caminar, al igual que el del Señor, es un camino con fin, con destino, con meta, con recompensa de vida eterna, plena y transfigurada. Un caminar que estamos llamados a transformar en un peregrinar hacia una Persona: ¡Jesús vivo y resucitado!
En esta transfiguración se pinta un escenario hermoso: resplandor, rostros brillantes, blancas vestiduras, se apreciaba la gloria de Dios. Tan bueno era, que Pedro dice: ¡qué bien se está aquí! Sin embargo, ese rostro iluminado, brillante de Jesús, no es el único rostro con el que él se nos presenta. Decía el Papa Francisco: “…entre esta transfiguración, tan hermosa, y esa resurrección, habrá otro rostro de Jesús: habrá un rostro no tan bonito; habrá un rostro feo, desfigurado, torturado, despreciado, sangriento por la corona de espinas. Todo el cuerpo de Jesús estará precisamente como una cosa para descartar. Dos transfiguraciones y en medio Jesús Crucificado, la cruz. ¡Debemos mirar mucho la cruz! …en la cruz, hizo esta transfiguración”.
En esta Cuaresma, estamos llamados a contemplar los rostros transfigurados de Cristo. Y, ese rostro transfigurado de Cristo en su cruz, lo podemos ver en los rostros de tantas personas que sufren hambre, soledad, violencia, maltrato, desesperación, agresión sexual, injusticias y pobreza. Un rostro que como cristianos y cristianas no solo estamos llamados a contemplar, sino a socorrer, a compadecernos, a “misericordear”, a practicar alegremente las bienaventuranzas con ellos.
En medio de ellos, y con un corazón impregnado de Cristo, también podemos decir con Pedro: ¡Qué bien se está aquí! Qué bien se está en medio del que sufre, del enfermo, del hambriento, del desnudo, del inmigrante, del que ha perdido su empleo. La Cuaresma es una invitación a contemplar no solo el rostro de Cristo transfigurado, sino el rostro de Cristo desfigurado en su cruz y desfigurado en el dolor de su pueblo.
Este camino cuaresmal tiene la meta de insertarnos en el Misterio pascual para vivir con Jesús su otra transfiguración, la transfiguración del Resucitado y contemplar su rostro brillante, traspasado y vertiendo paz, amor y perdón. Un camino que solo se puede recorrer desde la conversión del corazón. La conversión nos transfigura, nos cambia el corazón, nos cambia el rostro, transforma nuestras actitudes, nuestras mezquindades, nuestras indiferencias, nuestras cegueras, nuestros ocios cristianos. La conversión nos anticipa su gloria y nos permite vivir en este mundo experiencias transfiguradoras y de transfiguración.
La ecuación es sencilla. ¿Quieres ver el rostro transfigurado de Cristo? Transfigura tu corazón. Hazlo semejante al Corazón de Cristo. La conversión es el camino. La conversión hace resplandecer el corazón, lo hace brillante, lo purifica, lo acerca a Dios, lo pone en camino, a marchar en dirección a la casa del Padre.
Hoy, en este segundo domingo de Cuaresma, con Pedro, Santiago y Juan, el Señor nos invita a subir al monte. Subamos también nosotros al monte del Tabor y de la Transfiguración y permanezcamos en contemplación del rostro de Jesús, para acoger su mensaje, transfigurar nuestros corazones y traducirlo en nuestra vida, traducirlos en testimonio y en santidad. Dejémonos transfigurar por Jesús, por su amor. ¡El amor transfigura todo! Oremos por un Puerto Rico transfigurado por el amor de Cristo. Solo así podemos decir como Pedro: ¡Qué bien se está aquí!
Mons. Roberto O. Gonzéalez Nieves, OFM
Arzobispo Metropolitano de San Juan