Gracias a Dios todavía en nuestro pueblo se conserva la sana costumbre de preparar “el Nacimiento” o “el Belén” en nuestras casas. Es una manera de centrar con fuerza el sentido esencial de la Navidad. Posiblemente todos nosotros tenemos recuerdos familiares de ese momento del año cuando se iban preparando las figuras, colocándolas en la posición adecuada. También se podían añadir plantas, piedrecillas y luces para destacar el misterio en el cual toda la decoración giraba en torno al Niño Jesús. Y allí lo encontrábamos, como centro de todo.  

Durante mis años de profesor en el Colegio de San Ignacio procuraba transmitir la costumbre a los estudiantes. Ellos se animaban con gusto a preparar nuestro propio Belén en el salón de clases. Y así, el pequeño Belén del aula era precedido por una sesión preparatoria que incluía hasta excursiones por los patios buscando materiales adecuados. Llegaba de todo y todo servía: sencillos trozos de ramitas, hojas, cartones… Al finalizar, se colocaba al Niño Jesús, felizmente reinante desde una cuna de paja. La ilusión de los jóvenes estudiantes era evidente. Se había preparado un lugar para Dios, todos juntos. Y estaba allí para contemplarlo, para llenarnos de ese misterio fundante ante el cual ninguno quedaba indiferente. Estábamos todos ante Jesucristo. En fin, recuerdos preciosos que conviene volver a “pasar por el corazón”.

¿Qué misterioso poder tiene un Belén? ¿Por qué provoca tantos sentimientos? ¿Qué fibras íntimas toca del alma? Es un signo que nos lanza al Misterio que sostiene nuestra Fe: “Tanto ha amado Dios al mundo que ha enviado a su Hijo unigénito”. Por eso atrae, por eso desata sentimientos y por eso golpea sensibilidades. Un Nacimiento muestra el amor de Dios por el Hombre desde una sencillez y fragilidad que nos descoloca. Contemplar al Dios omnipotente hecho niño indefenso derrumba los esquemas del mundo y pone a temblar la suficiencia de la soberbia. Por eso hay que volver al misterio del Belén una y otra vez. Hay ponerlo sin miedo en todas partes para que se vea, pero sobretodo que se note en el corazón de cada uno. Orar con él y desde él, juntos a los grandes orantes de la Historia: la Virgen Santísima y San José. También con los pastores y con los Reyes Magos, maestros de la sabiduría contemplativa.

Nuestro santo fundador, San Ignacio de Loyola, en una de sus intuiciones más potentes, nos invita a entrar en la belleza de ese misterio y sacar de él provecho espiritual. Aconseja no solo ponerse delante de la escena, sino entrar en ella. Que el nacimiento de Cristo sea contemplado, y que dejemos que ese mismo misterio nos contemple. ¡Una preciosa oración para evangelizar el alma, todo un regalo de Dios!  

Así lo propone en el punto 114 del libro de los Ejercicios Espirituales: El primer punto es ver las personas… ver a Nuestra Señora y a José y a la esclavita y al niño Jesús, después de ser nacido, haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase, con todo acatamiento y reverencia posible; y después reflectir en mí mismo para sacar algún provecho.

Lo primero es “ver a las personas”. La vista es un sentido corporal que nos permite percibir la realidad que nos rodea. San Ignacio se refiere a descubrir la profunda realidad de gracia que nos arropa, pero con la cual no hemos estado sintonizados. “Ver las personas” es dejar que éstas se hagan presentes y actuantes en nuestra vida. Se trata de una auténtica mirada espiritual, según se desglosa en los consejos del santo de Loyola: “como si presente me hallase”, “contemplándolos y sirviéndolos”“con acatamiento y reverencia”.

La mirada espiritual nos descoloca de nuestras posiciones y nos hace presentes ante el misterio de los otros. En este caso, nos pone delante del gran Otro que es Jesucristo en la sencillez de un recién nacido. ¿Cómo nos hacemos presentes en la obra de la gracia? ¿Cómo estamos presentes ante Dios y sus misterios? Ese Dios niño es un Dios que extiende sus brazos. “Hacernos presentes” nos impulsa a abrazar el regalo de la vida de Cristo que se identifica con nuestra humanidad.

“Contemplándolos y sirviéndolos”, implica que nos dejamos afectar por el misterio del Nacimiento. Es dejar que la mirada del Niño Dios, de la Virgen y de San José penetren en nuestra vida. Son miradas que invaden con ternura, donde no tiene cabida el miedo. Cuando nos sabemos amados, reconocemos la gracia y ella nos impulsa a servir. El verdadero servicio cristiano se genera por la acción del amor.  Ha reconocido el amor cuya dinamismo se realiza en el servicio a Dios.  

San Ignacio sabe que el sirve cumple con la obediencia de los aman. Se trata del “servir” como razón de ser del siervo, cónsono con la actitud de la Virgen y de San José. Es la acción de la humildad orante y obediente: la acción anti-satánica por excelencia. Los recientes atentados contra las imágenes del Nacimiento en varias partes del mundo evidencian que la acción del maligno continúa, pero que está vencida con las armas de la humildad que viene del cielo.

San Ignacio culmina su punto de oración proponiendo el acatamiento y la reverencia. Son dos actitudes a las que se les echa de menos en estos días. Ambas implican respeto, sumisión y atención especial. Ayudan a reconocer la distancia respetuosa al misterio del otro como prójimo. Son la expresión del que acepta de la autoridad del amor que está presente delante, y que a la vez, hace suyos sus valores. Indican una alta estima por aquel con quien se comparte y a quien se sirve.  Para el santo son cualidades de hondo valor litúrgico. Ciertamente, el misterio del Belén navideño se actualiza de manera sublime en la celebración de la Santa Misa.  Allí el corazón se transforma en habitación sencilla y pobre, pero que es transformada desde dentro por el amor de un Dios encarnado.

Que este tiempo santo de Navidad renueve en nosotros el deseo de hacer de nuestras vidas y de nuestros espacios en lugares de contemplación y de servicio.  Que nos dejemos encontrar y sorprender por este acontecimiento en el que Dios abraza a la humanidad hecho Hombre. Él es el centro y razón de nuestra vida. Que el Belén nunca deje de estar en centro del alma.

P. José Cedeño Díaz-Hernández, S.I.

Pontificia Universidad Gregoriana de Roma

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