Comenta el P. Fidel Oñoro: “Una persona en la calle aborda a Jesús para pedirle que haga de mediador en un conflicto familiar. Se trata del hermano menor que está haciendo reclamación de legítimo derecho de la herencia a su hermano mayor quien parece haberla acaparado.
Jesús se niega a intervenir en el litigio. Con sus palabras da a entender que no se le ha dado un poder judicial para poder dirimir el asunto, pero sobre todo tiene otro argumento que ya había aparecido en el debate con los fariseos: “guárdense de toda clase de codicia”. La codicia, el egoísmo es un indicador de “hombre viejo”.
¿Qué es la codicia? La codicia se expresa como un deseo a veces compulsivo, de llenarse de cosas, vivir en la “abundancia”. Aquí entra el tema de la “vida”. ¿Qué es lo que “asegura” la vida?, es decir, ¿Qué es lo que le da contenido, alegría, plenitud? ¿Qué la sostiene aquí y qué la garantiza al final de la muerte biológica?
El rico insensato de la parábola es un hombre que desea ardientemente “vivir”, pero que en realidad camina en la dirección contraria a sus mismos propósitos: va hacia la ruina.
El rico cree estar haciendo un ejercicio inteligente cuando reflexiona sobre lo que hará para conservar su cosecha y tener la vida asegurada para el futuro: (1) demolerá, (2) construirá, (3) reunirá allí todo lo suyo, (4) se da una buena vida, con la seguridad de que cuenta con buenas reservas. Se trata de todo un ejercicio de planificación de una empresa sostenible. Pero el que se creía inteligente en el manejo de sus recursos, terminó haciendo una estupidez.
De aquí se desprenden las siguientes lecciones:
1. El disfrute egoísta de las propiedades y de las riquezas no es conforme a la voluntad de Dios. Los bienes no son para uno solo sino para compartirlos. Hay que vencer la “codicia”.
2. No tiene sentido apoyar el sentido de la vida en los bienes materiales, ellos no “aseguran” la vida, solo Dios es el único que la puede dar y conservar. Por muy bueno que sea algo que tengamos nunca nos dará la verdadera vida (sino insatisfacciones y mil preocupaciones).
3. La vida terrena tiene un límite y, es más, el fin de ella nadie lo puede prever con exactitud, no sabemos cuándo el Señor nos la pedirá de nuevo. De aquí que la planificación más inteligente que podemos hacer es la de nuestro futuro en la eternidad de Dios.
El buen discípulo es el que “se enriquece en orden a Dios”, reconociendo como necesarios pero relativos con relación al destino final de la vida, todos sus bienes. Por lo tanto es el que se hace rico no en el atesorar sino en el “dar” que hace su corazón idéntico con el de Dios con quien vivirá en comunión eterna”.