Abraham Maslow (1908- 1970) fue un psicólogo estadounidense conocido por ser uno de los principales exponentes de la psicología humanista. Esta corriente psicológica postula la existencia de una tendencia humana básica hacia la salud mental, que se manifiesta a través de una serie de etapas en búsqueda de la autorrealización en el ser humano. O sea, la satisfacción de haber alcanzado y cumplido una o más metas personales que forman parte del desarrollo y del potencial humano.
El desarrollo teórico más conocido de Maslow es la “Teoría de la Motivación Humana”, también conocida como “La Pirámide de Necesidades”. Esta consiste en una jerarquía de factores que motivan a las personas. Maslow identifica cinco categorías de necesidades que van en orden ascendente, en donde una sucederá a la otra de acuerdo a su importancia, y como una manera de motivación y supervivencia. De esta manera, y a medida que la persona va satisfaciendo sus necesidades, surgen otras que cambian o modifican el comportamiento. Solamente cuando una necesidad está “razonablemente” satisfecha se disparará una
nueva necesidad. Y así, a través de una clara y precisa jerarquía, el autor va presentando las necesidades que van desde las necesidades básicas tales como las fisiológicas, seguridad, afiliación y reconocimiento, hasta finalizar con la autorrealización como proyecto culmen. Siendo de este modo, y como mecanismo de defensa, cuando estos impulsos naturales se ven amenazados, la persona intentará sobreponerse a las debilidades, frustraciones, y/o sentimientos de inadecuación, reales o percibidos, en un área vital; y lo hará estimulando o incitando gratificaciones en otras áreas de su vida.
El reclamo de satisfacer adecuadamente las cinco categorías de la “Pirámide de Necesidades” es común en toda persona, y los sacerdotes no son la excepción. Y cuando el sacerdote se siente insatisfecho o poco realizado por no haber alcanzado y/o cumplido sus metas personales, intentará resolver este reclamo a través de diversas compensaciones. Ejemplo de ello podría ser: afán de hacer carrera eclesiástica, acumular dinero, tener poder, adquirir cosas materiales, crear dependencia a las bebidas alcohólicas, poseer títulos, adicción a la pornografía, entre otros. Igualmente, para conseguir puestos de privilegio tendrá que aprender a ser, más o menos sutilmente arribista e intrigante, vanidoso y exhibicionista. Para llegar a ser el primero tendrá que aprender también a adular a unos, mientras que será cruel y despiadado con otros. A ser chismoso y odioso con muchos, e insincero y sin escrúpulos con todos. Para mantener la posición alcanzada tendrá que volverse cínico e irónico, complaciente y arrogante; todo lo contrario de lo que significa tener un “corazón virgen”, sediento de Dios. Y, aunque esté libre de transgresiones contra el sexto mandamiento, todas estas actitudes irán en contra del verdadero sentido del ministerio, y contaminarán su corazón de pastor.
En este sentido, el 12 de septiembre del 2019, el Papa Francisco se reunió con más de cien nuevos obispos que, tras su ordenación episcopal, llegaron a Roma para asistir al “Curso Anual De Formación Para Los Nuevos Obispos”. En su discurso, les aconsejó cultivar la “cercanía a Dios”, que es la fuente de su ministerio. De la misma manera, les recordaba que no se puede comunicar esa cercanía de Dios sin tener experiencia de Él cada día, y sin dejarse contagiar por su ternura. Necesitamos, afirmaba Francisco, obispos capaces de escuchar el latido de sus comunidades, y el corazón de sus sacerdotes. Les advirtió acerca del riesgo de ser pastores que se contentan con presencias formales, reuniones de agendas, o diálogos circunstanciales. Dela misma manera, exclamó con fuerza: “Por favor, no se rodeen de sacerdotes “lacayos”, de “yes men”, o de sacerdotes “trepas” que buscan siempre algo, ¡No, por favor!”.
En términos similares se expresó Benedicto XVI cuando en su catequesis de los miércoles, 2 de diciembre de 2010, y aprovechando el “Año Sacerdotal” lanzó un aviso al referirse a la tentación de “carrerismo” entre los clérigos. En aquella ocasión se preguntaba, y al mismo tiempo cuestionaba: “¿Acaso no existe la tentación de hacer carrera y tener poder, una tentación a la que no están inmunes ni siquiera aquéllos que tienen un papel de animación y de gobierno en la Iglesia?”. También exhortaba: “No debemos buscar poder, el prestigio, o estima de nosotros mismos. Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una responsabilidad, trabajan para sí mismos, y no para la comunidad”.
El sacerdote arribista, y que ha llegado más o menos a un puesto elevado, dará́ una aparente sensación de tener equilibrio. Tendrá una armonía fingida, parecida a la máscara de un disfraz. Y así, convertirá su empeño “carrerista” en un vergonzoso desperdicio que terminará por conducirlo a frustrante agotamiento. El “carrerismo” es considerado como una “enfermedad infecciosa”, ya que el sacerdote no debe de estar obsesionado por los ascensos y/o promociones. Lo que es peor aún, el sacerdote con afán de hacer carrera eclesiástica pasa por alto el hecho de que “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. Y, la finalidad de cumplir sus metas personales únicamente la conseguirá́ cuidando mucho la vida espiritual, en el servicio a los hermanos, y a los pies del Maestro. Dicho de otra manera, es Dios quien le hará vivir en plenitud y realización personal; porque Él es la fuente de la libertad interior, y convertirá́ el trabajo diario en el terreno de santificación. Por eso, a los sacerdotes les será́ necesario llevar a cabo, sobre todo espiritualmente, un camino de transfiguración; es decir, subir al monte, dejarse transformar por el Señor, para después llevar la luz al mundo, y a las personas que les han sido confiadas. Solo de esta manera el sacerdote podrá realizarse; es decir, desplegar todo su potencial humano, y sobre todo su potencial sobrenatural.
P. Ángel M. Sánchez, MS, PhD
Para El Visitante