Contexto

Llegamos al último domingo del Año litúrgico, en el cual celebramos siempre la solemnidad de Cristo Rey. Al fin del Año litúrgico se van presentando ante nosotros los novísimos: las verdades últimas de nuestra fe. Ante éstas: muerte, juicio particular y final y sus sentencias: infierno, purgatorio y cielo se desencadena una variedad de reacciones espirituales y sicológicas.

Por ej. con frecuencia oímos que cuando alguien quiere decir que algo es terrible o el acabose, dice que es apocalíptico. Para mí es una de las malas concepciones que nos persiguen y a veces nosotros mismos refrendamos. Es verdad que en el apocalipsis hay cosas estremecedoras, pero el fin definitivo del mismo es esperanzador. Así lo es también esta fiesta de Cristo Rey. Para los cristianos el fin apocalíptico de la historia es gozo y esperanza, es el triunfo del Señor.

Así lo refleja la eucología de esta fiesta que nos habla de restaurar todo en Cristo (colecta, cf. Ef 1,10), liberación del pecado, reconciliación (oración sobre ofrendas), reino de verdad, vida, justicia, paz, amor, santidad (cf. prefacio).

El enfoque principal en la liturgia de la Palabra de este ciclo está en un Rey que es, además, buen pastor que cuida del bienestar de sus ovejas (Ez 34,11-12.15-17 y Sal 22,1-2a.2b-3.5-6) y ha vencido con su resurrección y nos comparte su victoria definitiva (1 Cor 15,20-26a.28) premiando justamente (Mt 25,31-46).

Reflexionemos

Con estas ideas en mente, al enfrentarnos o prepararnos para enfrentar nuestra muerte o el fin del mundo, el juicio de Dios, etc. ¿cómo lo hacemos? Como hombres sin esperanza, como nos decía Pablo hace dos domingos (cf. 1 Tes 4,13), o conscientes de que participamos en el triunfo de Cristo y la instauración definitiva de su Reino.

Al celebrar, por anticipado, el fin definitivo de la historia, no nos desentendemos del presente, más aún comprendemos que este Reino se va construyendo ya en la historia presente, pues de lo contrario pagaremos las consecuencias si no damos de comer al hambriento, de beber al sediento, al forastero hospedaje, vestido al desnudo y compañía al enfermo, etc. Así el reino futuro no es algo absolutamente desgajado del presente, sino que es, en parte, fruto del mismo, de las obras que el Señor espera de nosotros (cf. Ef 2,10).

¿Y a dónde nos lleva todo esto? Pues creo que la mejor respuesta es el fin de la segunda lectura: “Y así Dios lo será todo para todos.” (1 Cor 15, 28) ¡Qué mejor final de la historia, con sus penas y alegrías, que en definitiva Dios esté en todos y todos en Dios! Al fin y al cabo el Reino de Dios es eso: la presencia de Dios en nosotros y en todo (cf. Lc 17,21).

A modo de conclusión

Recientemente hemos llevado a cabo las elecciones generales en nuestro país. Un tema presente en la campaña fue el de la presencia de los cristianos en la arena política. Algunos ven eso como una amenaza. Si se entendieran que el Reino de Dios es verdad, vida, justicia, paz, etc. no habría razón para temer la presencia de los cristianos en la política. De hecho, es uno de los ambientes en los que los laicos y laicas de fe deben entrar (pues no le corresponde al clero ni a los religiosos). Ojalá hubiera más bautizados capaces y dispuestos a entrar en ese mundo, claro cuidándose de no confundir el Reino de Dios con ideales políticos, pero sí sabiendo iluminar los ideales y procesos políticos desde la luz de la fe para permitir que la sociedad se vaya asemejando cada vez más al Reino de Dios.

Mons. Leonardo J. Rodríguez Jimenes

Para El Visitante

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