La Doctrina Social de la Iglesia, haciendo eco de santo Tomás de Aquino, define la justicia como: “La constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido”. Para aplicar esta definición tenemos primero que identificar qué es lo que le corresponde al prójimo y qué le corresponde a Dios. Como punto de partida podemos analizar el decálogo entregado a Moisés, fundamento de la moral cristiana. Los primeros tres mandamientos establecen lo que le es debido a Dios y los últimos siete, lo que le debemos al prójimo. Por lo que todo lo justo es moralmente correcto y toda injusticia es inmoral.

El Catecismo de la Iglesia Católica (128) al hablar de justicia social, la define de la siguiente manera: “La sociedad asegura justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que le es debido según su naturaleza y su vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad”. Actuar en justicia es una tarea que compromete tanto al poder político, como a las personas e instituciones.

El poder político es responsable de definir un marco legal y económico que promuevan la justicia social. Por esto, tiene la responsabilidad de implantar leyes que eviten arbitrariedades; legislar para el bien común y orientar la política al bienestar, no al poder. En el ámbito económico se deben repartir las cargas contributivas, empleos y beneficios, en razón de las capacidades y méritos de los ciudadanos. Eso implica establecer sistemas fiscales y subsidios que garanticen menos disparidad económica y que promuevan que las personas tengan lo necesario para poder vivir dignamente. Los subsidios no son dádivas, sino actos de justicia ante las desigualdades del sistema.

Los ciudadanos también tienen una responsabilidad en la construcción de la justicia social. Estas se relacionan con el cumplimiento de los contratos contraídos libremente, el pago de las deudas y la salvaguarda de los derechos de propiedad. El robo, fraude, extorsión, plagio, corrupción, usura, son entre otros actos, una afrenta a la justicia. En el marco de las relaciones sociales y la ley estos actos deben requirir la restitución de lo tomado.

Uno de los frutos de la justicia social es la paz. Sin embargo, la justicia del hombre es imperfecta y no es una garantía de paz. Es una condición necesaria para la paz, pero no suficiente. San Juan Pablo II, en su mensaje del 1 de enero de 2002 nos dice: “La verdadera paz, pues, es fruto de la justicia, virtud moral y garantía legal que vela sobre el pleno respeto de derechos y deberes, y sobre la distribución ecuánime de beneficios y cargas. Pero puesto que la justicia humana es siempre frágil e imperfecta, expuesta a las limitaciones y a los egoísmos personales y de grupo, debe ejercerse y en cierto modo complementarse con el perdón, que cura las heridas y restablece en profundidad las relaciones humanas truncadas”.

La justicia también requiere darle lo debido a Dios. La justicia para con Dios, consiste en desarrollar una comunión íntima con Él. Esa comunión íntima requiere una búsqueda, que puede ejercitarse a través de actos específicos: la oración, el culto, el ayuno, la devoción. El ejercicio de la virtud de la justicia hacia Dios conlleva en su grado pleno la entrega total a Dios: la santidad. Todos nuestros actos se tienen que orientar a hacer Su voluntad, a entregarnos completamente, a decir sí y trabajar por su Reino.

La justicia para con Dios nos lleva a reconocer la exigencia de luchar por la justicia social. Nos dice San Juan Pablo II: “El encuentro con Dios exige vivir la justicia social” (Audiencia general  a peregrinos, 9/15/2004). De esta forma justicia a Dios y justicia al prójimo se integran y complementan totalmente. Es a partir de esta justicia que habrán de ser juzgados nuestros actos.

Nélida Hernández

Consejo de Acción Social Arquidiocesano

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