Otra “manía” o hábito malo en el matrimonio es dividir, separar. En cuanto comienza “esto es lo mío, aquello lo tuyo”, o “mi privacidad, mi dinero, mis sueños…”, comienza el deterioro de esa relación, que puede llevarles a la total bancarrota. El problema consiste en que esa manera de pensar, y actuar, olvida que una vez pronunciaron el sí en el rito matrimonial, estas dos personas se juramentan a formar “una sola carne”. Los casados están en el mismo bote. El bote o flota o se hunde.

Esta división se puede ejecutar de muchas maneras. Una es la de dividir el dinero. Es curioso, porque, según la Ley, el matrimonio constituye una unión de bienes gananciales. O sea, que lo que cada uno gana la mitad es del otro. Es el peligro que he notado y puede resultar al firmar capitulaciones. A los novios les aviso que reconozco que, en algunas circunstancias, es prudente firmar capitulaciones. Tal vez por miedo a demandas de actos míos anteriores, o deudas en las que incurrí, las capitulaciones liberan al cónyuge de ser también responsable por los enredos de mi vida anterior. Pero les repito: háganlas, pero guárdenlas en el archivo y olviden que las han firmado. Vivan de ahora es adelante con una sola cuenta mutua.

He visto parejas destrozarse cuando entra la persuasión de que lo mío es mío, no tuyo. Sin duda que la salvación es individual, y que mis características y necesidades no son las mismas que las de mi cónyuge. Pero cuando se insiste en resaltar lo que nos hace diferentes, y no asumirlo como parte de la riqueza que mutuamente construimos, ese matrimonio ya comenzó su divorcio. Sería triste terminar como aquellos viejos amargados, que terminaron incluso trazando una raya en la mitad de la sala (el paralelo 38), incluso dividiendo la nevera en dos partes: lo mío y lo tuyo.

Esta división puede manifestarse de otras maneras: son mis sueños o propósitos (de los que no hago partícipe al cónyuge), son mis formas de recreación (las que impongo aún en contra del otro), son mis amistades (que mantengo fuera del alcance o del interés de mi pareja). Un siquiatra aconsejaba a una pareja que les resultaría provechoso salir fuera, al menos dos veces por semana. Y el marido: “Bueno, ella sale los jueves y yo salgo los viernes”.

El matrimonio es una relación especial que exige total transparencia y comunicación mutua entre esos dos. Mi pareja no es algo ajeno, o superficial a mí. Es la persona con la que me he juramentado a formar una nueva persona, una sola carne, una nueva realidad. Se cumple aquí lo de volver a la realidad de aquel mito griego que enunciaba que, al comienzo de la humanidad, esta era hermafrodita, pero un pecado separó las partes. Es el juramento de mantener las partes. Sin duda que hay cosas que son propias mías, como lo de ir al baño, pero la pareja las conoce, las respeta, las aprueba, te ayuda incluso a conseguirlas. Recuerdo que, en los colegios, por miedo talvez a fomentar conductas homosexuales, se les gritaba a los alumnos: Nunca dos. En el matrimonio es al revés: Siempre dos. Prov 3, 13, hablando de buscar sabiduría y prudencia afirma: “Dichoso el hombre que alcanza sabiduría, el hombre que adquiere inteligencia: …en su mano derecha trae largos años, en la izquierda honra y riqueza…”. Y en Hechos 4, 32-36: “La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común”. Tal vez en la sociedad actual no funcione bien este mensaje. En la sociedad matrimonial es una obligación.

P. Jorge Ambert, SJ

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