Continuamente aparecen artículos aconsejándonos que nos apartemos de las personas “tóxicas”. Y se ha creado una filosofía de la toxicidad síquica, si se permite dicha expresión. Sabemos que el término peyorativo se usa en sentido figurado, como símil, metáfora o analogía. También comprendemos que abundan los sujetos insoportables capaces de amargar las jornadas hasta del pacientísimo Job y su parentela.
Sin embargo, debemos cuidarnos de las actitudes despectivas y degradantes. Existen palabras que se aplican a los objetos letales y las sustancias venenosas. Los seres humanos no se han de reducir a esa categoría. Cristo se opuso inclusive al uso de los epítetos que se refieren a los defectos humanos, como idiota o morón.
Tal vez alguien prefiera mantener a las personas indeseables a mil kilómetros de distancia o enviarlas al planeta más lejano. Piensa que las relaciones humanas funcionan de modo similar al sistema digestivo. Por eso receta vomitivos, laxantes, enemas y cuarentenas cuando sus semejantes se intoxican. Pero, si huimos de todos o los expulsamos, quién los auxiliará y quién permanecerá a nuestro lado. También somos imperfectos y susceptibles de emponzoñar el ambiente. Algún día nos declararán personas no gratas.
Quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta. Es cierto. Sin embargo, no le demos la espada al prójimo ni nos ocultemos en la soledad absoluta, en sótano inaccesible, cual puritanos soberbios. Porque Dios no es refugio de egoísmos, aislamiento patológico, excusa para no compartir, retexto para huir irresponsablemente.
Abrazamos al leproso, a pesar de la fetidez. Es nuestro hermano. Acogemos, por encima de los rasgos desagradables —llagas, marcas, patologías temperamentales— su ser más valioso. Como en el caso del hijo pródigo, el amor trasciende las debilidades morales, la objetividad de las malas acciones y el rechazo mezquino de quienes se consideran superiores. Lo que no se abraza, no se redime. Esto no significa que vayamos a justificar o a imitar las conductas reprochables. El prójimo sigue siendo nuestro hermano y ser amado, a pesar de las circunstancias y accidentes.
Nos asiste el derecho a cuidarnos, protegernos de la peste, la contaminación, los excrementos, el peligro, las amenazas contra la salud, el bienestar y la integridad. Pero también nos ampara la libertad de ayudar al que está en las peores condiciones de su vida. Y arriesgarnos por amor y altruismo, como hizo el Padre Damián. Y no endilgar epítetos ofensivos al que cayó en la cuneta o sufre la cruz de un carácter antipático. Todos podemos ser desagradables en cierta medida. También podrían eliminarnos, en lugar de ayudarnos. Amar a los amigos, lo hace cualquiera. Lo difícil es amar al enemigo y compartir con los que definimos como intragables.
Aníbal Colón de La Vega
Para El Visitante