Quizás la más famosa procesión del Corpus Christi se celebra en la ciudad de Toledo (España). Todos hemos escuchado de cómo se preparan allí para la gran celebración llenando las calles de flores, haciendo tapices con aserrín de colores, levantando pequeños altares en las plazas…
Los hogares también se engalanan con estandartes y banderines familiares y se saca la famosa custodia de Arfe de más de tres metros de altura, toda de oro, bellísima… Todo un espectáculo visual…
Cuentan que, en una ocasión el Cardenal de Toledo se postraba para incensar aquella monumental custodia, cuando el monaguillo le dice: “Eminencia, Eminencia, la Sagrada Hostia no está puesta…”. Y el Cardenal respondió: “Calla, calla, sigue echando incienso, ¡no tenemos tiempo para esos detalles!”.
Pues en esta anécdota, que pedimos a Dios sea falsa, se esconde toda una profunda enseñanza: y es que nuestra vida cristiana vive siempre en la tentación de apoyarse en los detalles y de interesarse por aquello que no es lo importante. Así invertimos el orden de las cosas y ahogamos la belleza de la fe.
Sabemos que nos encantan los detalles, pero pocas veces nos fijamos en aquello que es esencial. Por eso perdemos tanto incienso personal adorando boberías que nos entretienen, pero que no son la verdadera razón de nuestro amor. No son lo esencial: y lo esencial es Jesús.
Él no solo ha querido quedarse con nosotros, si no entrar en nosotros y vivir en el corazón de cada uno. Es ahí donde debemos hacer realidad este día del Corpus, donde la verdadera procesión es la que dejamos que Jesús haga hacia el Sagrario del alma.
Esa es la razón del hambre y de la sed que padecemos hoy. Nos hemos llenado de cosas que no valen la pena… De todo, menos de la verdadera calidad de vida donde sufrimos hambre de alegría en una epidemia de infelicidad.
Por eso hoy escuchamos la voz de Moisés que nos dice: Acuérdate del largo camino que el Señor, tu Dios, te hizo recorrer por el desierto… te hizo sentir hambre, pero te dio a comer el maná… para enseñarte que el hombre no vive solamente de pan, sino de todo lo que sale de la boca del Señor.
Ese maná que nos quita el hambre y la sed es Cristo. No hay ningún otro. Por eso hay que centrarse en Él, adorarlo, recibirlo, comerlo, dejar que nuestro Cuerpo sea su templo.
Así nuestra lengua será la mejor alfombra para Cristo, sin necesidad de otro adorno que un alma limpiada en los Sacramentos. Allí dejamos toda superficialidad, todo detalle que nos impida fijarnos en el Señor.
El mismo Moisés lo explica muy bien cuando dice unas palabras que a todos nos serán conocidas: “No solamente de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios”.
Curiosamente Jesús repitió esas mismas palabras en el momento de las tentaciones. Es decir, la peor tentación es, quitar nuestra mirada de todo lo que es Cristo. ¡Y Él está en la Eucaristía! Ése es el pan bajado del Cielo…
Por eso en estos días donde se nos vacían tantas cosas por el hambre de paz y la epidemia de infelicidad nos pega fuerte, es cuando debemos escuchar ese grito de Jesús: “Yo soy el pan vivo bajado del Cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.
Sus palabras son claras y sencillas, como el amor verdadero, una advertencia llena de ternura: “El que me come vivirá por mí. El que coma de este pan vivirá eternamente”.
El alimento para la vida del mundo está frente a nosotros. Aquí y ahora lo reconocemos y le abrimos el alma, para que reciba el mejor de los inciensos: nuestros corazones que quieren recibirlo.
P. José Cedeño Díaz, S.J.