Contexto

Durante la Pascua la Iglesia lee y relee año tras año los Hechos de los Apóstoles. En ellos encontramos modelos, ánimo y esperanza para vivir nuestra fe en el Señor resucitado. Hoy en la primera lectura (Hch 9,26-31) vemos a Saulo de Tarso transformado en Pablo, que de fanático perseguidor se convierte en un celoso apóstol, dando testimonio de su encuentro transformante con Jesús. El apóstol de los gentiles es uno de los frutos, sino el más excelso, de la predicación de los primeros cristianos junto con la acción del Señor, obviamente.

 

Por otro lado, este año seguimos leyendo la primera carta de san Juan (1 Jn 3,18-24) que llega a un momento culminante hablándonos de la conciencia y nos orienta sobre el discernimiento y el mandamiento principal de Jesús.

 

Para el evangelio, en las últimas semanas de Pascua, regresamos, a la Última Cena, para leer pausadamente lo que Jesús comunicó en ella a sus Apóstoles (Jn 15,1-8). Hoy particularmente nos detenemos con el Señor a ver la vid ante la cual hace una profunda enseñanza sobre nuestra unión a Él, entre nosotros y los frutos que debemos dar.

 

Reflexionemos

Aunque las lecturas parecen inconexas, podemos hacer un ejercicio para encontrar la cohesión entre ellas. Obviamente la Pascua es nuestro crisol para ver lo que la Palabra nos dice. Parte de lo que Jesús dice en la Última Cena se refleja en lo que enseña Juan en su primera carta: el mandamiento del amor, así como el don del Espíritu (anunciado en la Última Cena) y fruto de la Pascua. El Señor resucitado está detrás de la vida nueva de Pablo.

 

Con esto en mente, reflexionemos si nuestra vida corresponde a quien se ha encontrado con Cristo vivo, que trasforma a quien lo encuentra, como lo hemos ido viendo a lo largo de estas cuatro semanas de Pascua en las escenas en que el Resucitado se encuentra con sus discípulos. Esa novedad de vida se concreta en la fidelidad a los mandamientos de Dios, sobre todo amando con obras y en verdad y especialmente siendo dóciles al Espíritu.

 

Esa docilidad al Espíritu es fundamental para lograr actuar con una buena conciencia, como pide también la segunda lectura. En estos tiempos que vivimos, cada vez se hace más urgente actuar con una conciencia bien formada. Pero, ¿qué es la conciencia?  Sobre ella nos dice el Concilio Vaticano II: “Es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla.” (GS 16). Uno de los santos más emblemáticos en la defensa de la conciencia dice de ella: “La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo».” (S. John H. Newman, Carta al duque de Norfolk, 5). Ante el relativismo que impera en nuestro mundo, oír y aceptar que Dios es más que nuestra conciencia es fundamental. Sin duda, la conciencia es elemental para juzgar nuestros actos, pero ella a su vez debe someterse a Dios o ser dócil al Espíritu, por ello debe ser ese recinto más íntimo en el que nos encontramos con Dios y conocemos su voluntad. Actuar en conciencia no significa hacer cualquier cosa que se nos ocurra espontánea o instintivamente

 

A modo de conclusión

Sigamos viviendo la Pascua, de manera que nuestra vida sea fruto de nuestro encuentro con Jesús resucitad y Éste viva dentro de nosotros, iluminando con su Espíritu nuestro corazón y nuestra conciencia para que nuestras acciones sean según el querer de Dios, para su gloria y el bien de nuestro prójimo.

Mons. Leonardo J. Rodríguez Jimenes

Para El Visitante

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here