Fueron ellos una de las parejas fundadoras de Renovación Conyugal. Ya ancianos, ella hundiéndose en la niebla del Alzheimer, muere él en un accidente desgraciado. El nunca la dejaba sola. Estando él dentro de un negocio, ella sola esperando en el carro, la nota él de lejos azorada y perdida. Corre a atenderla, resbala, y se fractura el cráneo golpeando la cabeza contra su carro. En el velorio de la funeraria, camina ella de lado a lado y, mirando al grupo y señalando al cadáver proclama ufana: “Ese es mi hombre!”. ¡Me emocionó el comprobar cómo esa mujer se había identificado tan profundamente con el compañero de su vida para presentarlo desde la neblina de su mente! ¡Es mi hombre! Y proclamarlo con orgullo.
Es frase que contiene la sabiduría de quien ha vivido la compenetración completa a la que llama el matrimonio. No es que una mujer (o un varón) haya encontrado a un ser humano que planifica los deseos de mi instinto. No es haber encontrado alguien para compartir una cama. Es un ser con quien compartir la vida. Ella no encontró un hombre (hay millones en Puerto Rico). Encontró EL hombre, SU hombre; el ser humano que le da sentido pleno a su condición femenina. El mito griego habla de haber sido hermafrodita el primer ser humano, y que, por causa de un pecado, los dioses lo partieron en dos partes. Y desde entonces la suerte es encontrar la verdadera parte que reconstruye el plan divino original: SU hombre, SU mujer.
Se supone que esa es la tarea del noviazgo. Es etapa para certificar que esa es la parte que completa la creatura del diseño divino. Supone esa búsqueda, por tanto, un tiempo algo prolongado, encuentros en diversas situaciones humanas de celebración o lágrimas, constatar pensamientos, valores, afanes, futuros. Quedarse solamente en el gusto sensorial de la compañía, o en el desbocarse en la posesión sexual cuanto antes y como sea, es frustrar la búsqueda. ¡Como el que se envió al árbol de caimito para cerciorar a mamá que allí estaba su hermana, y se queda con ella comiendo caimitos!
Llegar al grito ¡ese es! supone un proceso de análisis de encuentro y experiencias. No basta simplemente que te guste. Ni caer en el error de creer que es amor, lo que en realidad es solo deseo. Se ha de estar atento a temas como capacidad para escuchar y llegar a acuerdos, valores o niña de los ojos que esa persona defiende a capa y espada, resabios y manías que se arrastran desde la crianza, limitaciones humanas de esa persona, su oportunidad de crecimiento, limitaciones que le agobian y su capacidad de enmendar o modificarlas, sus sueños y esperanzas de futuro. Es un análisis que se va dando en el trato mismo, pero que conviene sintetizar en el examen individual. Y mucho mejor si este examen se hace ante el Señor, tratando de que sea el mismo Espíritu quien te vaya haciendo sentir: ¡esta es la tierra prometida! ¡O aquí lo que existen son amorreos o edomitas!
La pareja de la anécdota había iluminado durante cuarenta años las complejas situaciones matrimoniales que otros habían sufrido. Lo habían intentado con charlas, no tanto de teorías sicológicas a lo del prestigioso sicólogo Gottman, sino el análisis de sus propias conquistas, aprendizajes, o errores catastróficos en las diversas etapas por las que va pasando la relación. Aquella noche la charla fue breve: ¡una frase! Fue visual: ojos grandes de ilusión vivida. Fue genuina: brotaba del lugar donde solo quedan recuerdos y muchos olvidos. No sé si los compañeros casados que la oyeron conmigo la dejaron rebotar sobre su corazón llamado por Dios a vivir todo eso desde el hogar creado. Espera que sí. O que lo piensen ahora por mi escrito.
P. Jorge Ambert, S.J.
Para El Visitante