Sacada del Libro del Génesis, tenemos la Teofanía de Mambré, enDios se le aparece a Abraham en forma de tres hombres y Abraham lo agasaja.
En su carta a los cristianos de Colosas, San Pablo describe que predicar el Evangelio es un asunto serio, que es una entrega de cuerpo y alma, y que uno no puede hacer concesiones.
El curioso pasaje de San Lucas, nos presenta a las hermanas Marta y María. Uno de los pasajes bíblicos que personalmente encuentro más fascinantes de toda la Biblia es el episodio de la Teofanía de Mambré, dado que estamos hablando de los comienzos de nuestra historia de salvación. En un lugar llamado Encina de Mambré, Abraham estaba tomando fresco en la tarde, cuando se le aparece Dios en forma de tres hombres. Interesantemente, Abraham los trata como si fueran uno solo. La Iglesia siempre ha tomado este pasaje como la primerísima manifestación de la Santísima Trinidad en toda la Biblia. Pero en el contexto litúrgico que queremos analizar hoy, es que Abraham corre inmediatamente y prepara una fiesta, porque Dios lo está visitando. Para él, cuando se trata de las cosas de Dios, no hay peros ni se escatiman esfuerzos.
Como todo evangelio sinóptico, San Lucas no habla de las ocasiones en que Jesucristo fue a Jerusalén, y es por eso que no establece el récord de quiénes son Marta y María. Según San Juan Evangelista, Lázaro y sus dos hermanas vivían en Betania, un pueblo a las afueras de Jerusalén. El Monte de los Olivos se encontraba entre las dos ciudades. Cada vez que Jesús llegaba a Jerusalén, pernoctaba en la casa de los tres hermanos. Es por eso la gran familiaridad entre Jesús y las hermanas y es por eso también, que ellas le reclamaron a Jesús el que no estuviera cuando Lázaro murió. El episodio se explica por sí mismo, pero lo que queremos recalcar es lo siguiente: Marta estaba tratando de agasajar a Jesús con una comida, pero no le estaba dando tiempo a Jesús. Esto es lo que pasa a muchos sacerdotes, religiosas, laicos que trabajan en las parroquias: trabajan como mulas de carga por las cosas de Dios, pero no le dan tiempo a la oración, que es lo más importante. Nuestra labor tiene que ser fruto de una vida de oración, de relación íntima con Dios. Si no somos hombres y mujeres de oración, perderemos el norte de nuestra vida cristiana.
Más o menos es lo que nos dice San Pablo en su Carta a los Colosenses: el predicar el Evangelio implica una vida de toral entrega a Dios, sin que se nos quede nada, sin escatimar esfuerzos. San Pablo confiesa que, por estar predicando el Evangelio, a sufrido toda suerte de persecuciones y sufrimientos, pero, pa’lante. Cuando se trata de Dios, no lo podemos dejar nunca en segundo plano, sino que le debemos dar lo mejor de nosotros mismos, o sea, nosotros mismos.
Padre Rafael “Felo” Méndez Hernández, Ph.D.
Para El Visitante