“El solo nombre de Jesús tiene poder; es la mejor oración.” Esta aseveración parece recoger parte de la mística de San Juan de Ávila. Y es que a todo un doctor de la Iglesia no le falta, en sus recomendaciones, la profundidad de partir de la simple acción de invocar el nombre de Jesús con devoción; esta invocación es un acto de confianza plena en Él.  

No se puede no percatarse que los versos del libro de la Sabiduría (Sab 1, 13-15; 2, 23-24) contienen afirmaciones sencillas que suponen una honda profesión de fe: Dios no ha hecho la muerte; Dios no se complace en la perdición de las criaturas; Dios ha creado todo para que subsista; Dios creó el ser humano para que fuese incorruptible. 

Establecer lo contrario sería una torpeza para el mundo del creyente. También Pablo, en la segunda lectura (2 Cor 8, 7. 9) opta por una recomendación simple, a la que no falta profundidad: sean generosos para que haya igualdad. El trozo evangélico narra dos acontecimientos que, entiendo se mueven en el mundo de lo simple: un padre que clama por su hija enferma y una mujer que, habiendo gastado su fortuna en pretender curarse, ahora se aferra a su fe y lo pretende hacer desde el anonimato. Los signos prodigiosos que hizo el Maestro no se gestaron como fruto de grandes disertaciones intelectuales, sino que se desarrollan en la cotidianidad más sencilla posible. Ahora bien, esa simplicidad no se ve carente de alguna manifestación robusta de fe. Los signos de hoy lo evidencian claramente. A la petición sencilla que hace Jairo de que el Maestro impusiese las manos a su hija le acompaña el convencimiento radical de confiar que Jesús puede sanarla. A la resolución sencilla aquella mujer de tocar el manto de Jesús también le acompaña la certeza de que solo Él puede curarla.  

La vida cristiana podría estar menos embelecada de insustancialidades y más adornada de resoluciones sencillas. Ven a imponer las manos es el grito silente de tantos padres que sufren los desaciertos de sus hijos. De otros tantos que, como Jairo, han escuchado la sentencia de cancelación que hace la sociedad: tu hijo ya no tiene remedio. Pero, cuando la fe sobrepasa conclusiones y cuando la fe no se intimida ante los sarcasmos, se obran signos milagrosos que llenan de vida nueva aquello que ante la razón estaba muerto.      

Quiero tocar su manto es el hondo bramido de tantas mujeres que sufren la marginación, anulación y desprecio. Del mismo modo, cuando la fe se mantiene erguida y segura se obran signos tan prodigiosos que, a aquello que es débil y a aquello que le falta firmeza, los llena de fuerza y poder.      

Hoy, aunque quisiéramos, como Jairo, que Jesús impusiese sus manos o quisiéramos, como aquella mujer, tocar la vestimenta de Jesús, materialmente, nos vemos impedidos. No así desde el plano de la fe. Con la simplicidad más profunda, como sugiere San Juan de Ávila, invocar el nombre de Jesús porque su nombre tiene poder; porque no hay oración mejor que esa. Así, en los momentos de mayor tribulación: invocar el nombre de Jesús y con el salmista (Sal 29) glorificarle porque Él levanta del abismo y hace revivir. En los días que nada cobra sentido: invocar el nombre de Jesús porque su bondad dura toda la vida y cada mañana renace la alegría. En los momentos de mayor desconsuelo y en los momentos más dolorosos: invocar el nombre de Jesús porque Él escucha la oración y convierte los lamentos en alabanzas jubilosas.  

 

P. Ovidio Pérez Pérez 

Para El Visitante 

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