Migrar a los EE.UU. y la convocatoira a la guerra denVietnam fueron solo algunas de las pruebas que Altagracia Rubio Del Río y el Diácono Miguel Vélez vivieron en su historia. Hoy, con 59 años de vida matrimonial dan gracias a Dios por el don del matrimonio y la familia. Fueron distribuidores de El Visitante por 27 años hasta noviembre de 2022 y laboraron por varios años en la Parroquia Perpetuo Socorro de Bayamón.
Su historia de amor reta toda comodidad. Ambos vienen de hogares muy humildes donde se vivía la fe católica, en las montañas contiguas entre Hatillo y Arecibo. Se conocieron de niños en la escuela. Ella con 14 años y él con 17 laboraban en la Legión de María Preaesidium de Adultos de la Parroquia Perpetuo Socorro de Hatillo. En una actividad, en las afueras de la Capilla Cristo Rey del Barrio Bayaney un tímido Miguel le entregó a la mano de Altagracia una carta de amor -que al día de hoy conservan- que fue contestada al siguiente día.
Su noviazgo, de 5 años al estilo de antaño, fue encaminado al matrimonio. Miguel aún recuerda cuando pidió la mano de Altagracia. Sus amigos le recomendaron que llegara ante el suegro con un estilo intimidante fumando. Cuando lo vio prendió un cigarrillo por primera vez en su vida y el humo le provocó un ataque de tos. Cuando se recompuso, se presentó fuerte a aquel señor de semblante serio y le dijo: “Vengo aquí a pedir la mano de su hija”. Contestó rompiendo la tensión: “Ya lo sabía, no hay problema, sube”.
Miguel tuvo que migrar en búsqueda de mejores oportunidades a Connecticut en 1959. Trabajó en una granja de frutos menores y luego en una fábrica para enviar remesas a su familia y ahorrar. Regresó a los dos años y comenzó a trabajar en construcción.
Como dato curioso, Altagracia es la mayor de 11 hermanos y Miguel es el menor de 11 hermanos. Por ello, Altagracia tuvo que colaborar en la crianza de sus hermanos y en el hogar. Mientras Miguel trabajaba con sus hermanos en varios proyectos como en la zapata de una de las torres del radiotelescopio de Arecibo, en varios edificios de Arecibo y luego en el área metropolitana como en la construcción del Hotel Dupont Plaza -hoy Hotel Marriot-. Así pudo ahorrar para que pudieran casarse.
Llegó el tan esperado 1 de enero de 1964, a las 3:00 p.m., en su parroquia en Hatillo. Llovía a cántaros. La celebración fue muy sencilla. Ante el ánimo festivo sobresalía una serenidad en ambos porque, como dijo Altagracia, “sabíamos que era un pacto de amor para toda la vida”. Añadió Miguel: “Estábamos conscientes, fue un pacto de amor, hasta que la muerte nos separe, hasta el final”.
Ese final parecía cerca cuando siete días después fue convocado para ir a la guerra de Vietnam, pero, no fue porque solo aceptaban a solteros. Al año y medio lo llamaron, pero solo aceptaban casados sin hijos y ya tenían a su primer retoño. Luego lo llamaron, pero aceptaban a casados con un hijo y Altagracia estaba embarazada… Se relocalizaron en Bayamón y asistieron a la Parroquia Perpetuo Socorro de la Calle Comerío. Miguel trabajó 30 años en cortinas de aluminio con un negocio propio. Mientras, Altagracia se dedicaba al hogar y la crianza de sus tres hijos: Miguel, Zaida y Daniel.
Un momento determinante en su matrimonio fue cuando Miguel leyó en el semanario católico que abrían la oportunidad de la escuela diaconal. Él no creía ser digno, pero su párroco pensaba que tenía vocación. Luego de varios desafíos, se ordenó diácono en 1981 para la Arquidiócesis de San Juan. Ejerció su diaconado principalmente en Perpetuo Socorro de Bayamon. Allí trabajó arduamente junto a su esposa en la catequesis, grupos de matrimonios, Cursillos de Cristiandad, la Renovación Carismática, visitas a los enfermos y rosarios en la comunidad.
Ambos comentaron: “Gracias a Dios han sido 59 años de felicidad, pruebas, respeto, comprensión, sacrificios, en las buenas y en las malas, pero sobre todo de mucho amor”. ¿Se volverían a casar? Ambos afirmaron con prontitud y humor: “Claro, ¿por qué no?”, “si estuviésemos mejorcitos sería formidable” y “definitivamente, con achaques y sin achaques”.
La pareja fue distribuidora del semanario católico en la zona de San Juan. En 27 años, distribuyeron el semanario durante huracanes, serie sísmica y hasta la pandemia. Su consigna: No se puede perder la ruta. No lo dejes para mañana porque mañana trae su propio problema. Cesaron labores por un episodio cardiaco de Miguel que lo obliga a mantenerse más tranquilo en el hogar. Aunque recuerdan con mucho cariño a todos los que los recibían en las parroquias al entregar fielmente el periódico. Piden a sus amigos, diáconos y sacerdotes que los recuerden siempre en sus intenciones en la misa.
Ante la solicitud de alguna clave para mantener el matrimonio unido, dijeron: rosario, comunicación, respeto, detalles y comer juntos en la mesa.
Enrique I. López López
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