No voy a negar que en mis años de infancia las historias de mapas encontrados que llevaban a tesoros escondidos me llamaban mucho la atención. Cuando eran niños los que encontraban los mapas me parecían cautivadoras todas las peripecias que tenían que realizar con ingenua astucia y cándida picardía para intentar llegar al ansiado tesoro. Normalmente las historias concluían encontrando tesoros que trascendían la materialidad pero que traían mayor felicidad a la esperada. Cuando eran los adultos, ya no eran tan cautivadoras puesto, aunque iniciaba la búsqueda un buen grupo de aparentes amigos, se iba desarrollando cierta desconfianza entre unos y otros y en el camino se iba quedando gran parte de ellos. Esto como resultado de que, paulatinamente, se iban convirtiendo en enemigos y a cada quien solo le importaba la riqueza y la inherente abundancia material que le pudiera alcanzar el escondido tesoro.

Este domingo el evangelio (Mt 13, 44-52) presenta, en primer lugar, dos parábolas equivalentes: el tesoro escondido y el comerciante de perlas finas. Presenta también una tercera: la de la red y los peces, muy similar a la del trigo y la cizaña que se contempló el pasado domingo. En las primeras dos, el acento recae en la reacción de los protagonistas ante un hallazgo maravilloso: se muestran alegres y afanosos. De esta forma Mateo parece estimular a los que ya han descubierto el reino para que vivan con determinación y con alegría; pues, una vez descubierto, todo lo demás carece de valor. Esta actitud alegre la canta también el salmista (Sal 118) que ha descubierto en los preceptos del Señor algo más valioso que el oro fino. Quien ha encontrado el Reino vive feliz.

Por eso me preocupan algunos serios y tristes personajes eclesiásticos que, cual adultos desconfiados que encuentran su mapa, predican y hablan del tesoro escondido, hacen alarde de saber las estrategias más acertadas y de cómo conducirse en los misteriosos caminos de la vida interior pero, infelizmente, viven de la intriga siempre malsana. Por un lado, fingen ser amigos de todos, se mueven aparentemente en la sana ortodoxia y el recto proceder pero, por otro lado, como no se han despojado de todo, como no han sido capaces de vender, de empeñar, de dejar y de abandonar absolutamente todo, sus acciones son hirientes, sus palabras son cortantes, sus silencios son filosos, sus miradas son nocivas, sus razonamientos son perennemente fiscalizadores y sus formas de tratar son siempre tan altaneras que en el camino van generando grandes enemistades que alejan de los verdaderos tesoros del Reino. Todo porque para ellos, en el fondo, el Reino no es una invitación a asombrarse de las ingenuas peripecias que hay que hacer en la aventura de la vida; tampoco una noticia liberadora y clara capaz de arrancar carcajadas de plenitud. Sino que es una cascada turbia de obligaciones pesadas y de amenazas irritantes que se acercan siempre a la farisaica esclavitud legalista y se alejan por muchas millas de la genuina libertad del que cree realmente que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que ama, como nos ha enseñado el apóstol en la segunda lectura de hoy (Rom 8, 28-30).

Hemos de ser como niños que encuentran un mapa del tesoro. Hay que dejarse cautivar con la ilusión de una oculta fortuna. Bien ha dicho el Maestro que de los que son como niños es el Reino de los cielos (cfr Mt 19, 14). Hay que alegrarse porque en Cristo hemos encontrado no un mapa, hemos encontrado la revelación del verdadero tesoro: el que trasciende la materialidad. Ese tesoro, no está escondido; está expuesto y accesible. No necesitamos un mapa para llegar a Él; pero, de igual forma, el camino hacia Él inicia con la ilusión de la aventura y con la osadía de dejarlo todo. Sólo un corazón ingenuamente sabio y atrevidamente prudente, como el de Salomón (1 Rey 3, 5-12), permitirá percatarse, empeñarlo todo y lanzarse, con una sonrisa deslumbrante, tras ese gran tesoro.

P. Ovidio Pérez Pérez

Para El Visitante

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here